Es verdad, la patria es donde esta tu esposa y tus hijos, no existe luego, despues de traer al mundo un angelito, tu esposa y tus hijos son tu mundo y es dificil separte de el...realmente, lo que te da paz y tranquilidad son muy pocas cosas...
Es feo que el mundo de uno, sea uno mismo.
Chau
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Lun. 07 dic '09El apátrida
Autor: Jaime Bayly
CompartirEnviar.Ya no tengo nada en Miami, salvo unos recuerdos que asocio a la enfermedad, el tedio y la muerte.
Sin darme cuenta, terminé viviendo quince años en esa ciudad (en esa isla de Miami) y ahora (también sin darme mucha cuenta) siento que me he ido de Miami para no volver más.
Nunca quise vivir en Miami, yo quería ser un escritor y aquella no me parecía una ciudad propicia para escribir ni para vivir como un escritor (que es una cosa casi tan importante como lo que uno escribe), pero el azar me llevó a Miami a mediados del 91 (cuando se me terminó la visa de turista en Madrid) y me arrojó de nuevo a Miami a principios del 92 (al día siguiente del golpe de Estado en el Perú) y me devolvió a Miami a mediados del 94 (cuando mi mujer se graduó en Washington y nos fuimos a pasar el verano a las playas de Miami) y me obligó a refugiarme en Miami a principios del 95 (cuando mi mujer me dijo que estaba embarazada de nuevo y acordamos que el bebé nacería en Miami y no en Lima).
En todas esas ocasiones, llegué a Miami porque venía huyendo de algo (de la ilegalidad en Madrid, de la dictadura en el Perú, del frío de Washington, de la hostilidad de mi suegra en Lima) y con la certeza de que me quedaría poco tiempo, que Miami era una ciudad perfecta para estar de paso, en tránsito a otra parte, a una ciudad mejor.
No elegí Miami como la ciudad ideal para vivir, no por eso me mudé nunca a Miami. La elegí bajo circunstancias adversas, como una buena ciudad para escapar, como una ciudad conveniente para protegerme de la crueldad o el ensañamiento o las dificultades que había encontrado en otras ciudades. En ese sentido, Miami pareció siempre un refugio cómodo, una ciudad fácil, un lugar apropiado para perderse y descansar y escribir sin que a uno lo interrumpan.
Este año que termina, mi relación con Miami parece haber llegado a un brusco e inesperado final. He dejado Miami y creo que no quiero volver a vivir allí. He dejado la casa, he vendido el auto, he guardado unos pocos muebles en un depósito (los demás los he regalado a instituciones de caridad) y he reducido mi vivienda al diminuto tamaño de una casilla postal. Siento que la vida o las vidas que viví en Miami pertenecen al pasado y que lo que me quede por vivir no habrá de ocurrir en esa ciudad. Lo veo con absoluta claridad: no me conviene seguir viviendo en Miami, ya no tengo edad para seguir huyendo, ya debería ser momento para elegir no la ciudad en la que quiero esconderme sino la ciudad en la que quiero vivir como me dé la gana con quien me dé la gana (aunque, ya se sabe, no siempre las ganas de uno coinciden con las del otro).
Tres eventos fortuitos (o, al menos, ajenos a mi voluntad) conspiraron para que me fuese de Miami sin ganas de volver: una crisis hepática que casi me costó la vida, la descorazonadora mediocridad de la televisión de esa ciudad (para no mencionar la de su prensa escrita) y el descubrimiento de que mis hijas ya no querían ir ni siquiera de vacaciones. Tal vez fue una crisis de paranoia, pero me sentí rodeado de gente chismosa, intrigante, mediocre, de gente sin país y sin alma, de viejas locas y maricas pérfidas, de gente que me hacía mal como escritor.
Siempre pensé que me iría de Miami a vivir como escritor ermitaño en Buenos Aires, y por eso compré un departamento en Buenos Aires, pero (así como hace años me entró una alergia por ir a Chile, alergia de la que todavía no me recupero: de pronto me pareció que todos los que en Chile decían ser mis amigos eran unos felones y por eso sigo sin ir a Chile y desconfío de cualquier chileno que diga ser mi amigo) ahora siento que no debo pisar Buenos Aires por un tiempo largo, al menos mientras mi instinto me dicte como un susurro o una advertencia que en esa ciudad corro peligro, que el placer (o la quebradiza sensación de placer que se deriva de sentirse libre) me será vedado en esa ciudad donde todo lo demente parece razonable y donde los que gobiernan el país me dan mala espina.
Ya viví en Madrid y me sentí un intruso, un indeseable metido a la fiesta sin invitación, y ya sé que allí no quiero vivir. Ya viví en Washington y me congelé de frío y ya sé que allí tampoco quiero volver a vivir. Ya me aburrí de Miami y este año quemé mis naves y me fui para no volver. Ya sé que en Chile los que antes me querían ya no me quieren (hace años me querían tanto que debí sospechar que era una impostura) y que los que se decían mis amigos no lo eran, nunca lo fueron. Podría irme a Buenos Aires a escribir los últimos libros que me quedan (dos o tres, no creo que más), pero siempre he seguido mi corazonada y ella me dice que vientos insidiosos me esperan en Buenos Aires y que mi destino no está escrito en esas calles.
Por lo visto (y nada de esto estaba en mis planes antes de que mi hígado empezara a cansarse de mí), sólo me van quedando Lima y Bogotá para vivir lo que me quede por vivir (que tal vez no será poco si consigo donante de hígado), para escribir lo que tengo que escribir (que con suerte merecerá el desganado elogio de los críticos estreñidos cuando me muera, no antes, desde luego) y para caminar de noche cuando los que trabajan duermen y los que nunca hemos trabajado caminamos para ver cómo es la ciudad, o cómo sería, si la poblásemos sólo los haraganes como yo.
De Bogotá me gusta que llueve, que la montaña es verde, que la gente al parecer me quiere, que me cuidan guardaespaldas armados y policías en moto, que sus noches me asaltan con ficciones criminales y me educan en la venganza como una forma de arte incomprendido. Pero siendo ya residente, con casa y automóvil, con custodios y policías que me despejan el tránsito, no encuentro en Bogotá a tres personas que, cuando sonríen, me hacen creer el embrujo de que mi vida no fue del todo en vano y que aún queda cierto camino por andar. Esas tres personas están en Lima. Son mis hijas y su madre. Cuando las abrazo y las veo sonreír y quedo absorto contemplando su belleza, siento que es estúpido seguir viviendo lejos de ellas, viéndolas sólo los fines de semana, siento que el único país en el que quiero vivir son las calles donde vivan ellas, donde pueda verlas todos los días, todos, donde pueda caminar (o, como ahora, tomar el ascensor de un piso a otro) para recordar lo que a veces, por tonto, parezco olvidar: que yo iré adonde vayan ellas, y que no concibo el futuro lejos de ellas, y que cada día sin verlas sonreír es un día perdido en un país equivocado.
Por eso ahora quiero vivir en Lima con ellas, todo el tiempo que ellas quieran vivir en Lima. Y si después deciden irse de Lima (como parece probable cuando terminen el colegio), yo iré adonde ellas vayan, adonde ellas me lleven (si quieren llevarme, y para eso debo portarme bien). Tal vez soy un apátrida porque no me siento peruano, norteamericano, colombiano o argentino. Mi patria son mis hijas: viviré con ellas, en las patrias donde ellas vivan, para, con suerte, seguir viviendo en su memoria, cuando mi patria sea una tumba olvidada o los libros (olvidados) que dejaré escritos
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