ya es inapelable que Messi logró el level del Barza en su seleccion, creo que tambien porque Sabella lo termina colocando y rodeando bien. Por ejemplo en partidos oficiales, Perú se lo come cuando Messi va al medio campo, contra Chile, tambien de visita, Argentina le mete 3, Messi jugó adelantado y lo habilitaban entre el Kun e Higuain... la defenza metió harto, y el medio campo se puso a dar pases en profundidad...
Messi, no tiene el dominio del equipo que tenia Maradona, esto es porque Maradona se sentía más comodo y no se perdia bajando hasta la segunda línea de volantes. Messi es super eficiente arriba, y a aprendido a definir como 9, como 10, como enganche, de fuera del área, etc, etc, y es que teniendo menos técnica que Pelé, esta logrando romper sus records. Messi compite en ese sentido más con Pelé que con Maradona.
Maradona fue un ícono argentino, sudamericano, asi las motivaciones de los sudamericanos sean equivocadas, o impregnadas por chavinismo y nacionalismos retrógradas. Maradona al ser un producto neto del futbol argentino y al venir de una villa, es un ejemplo neto de la superacion económica... Messi es un muchacho clasemediero, que se hizo en el Barza, la mejor cantera del mundo, y brilla en el primer equipo, el mejor equipo del mundo tambien.
Ciao.
Ramón.
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10/11/2012 En el altar de Maradona
De Diego a Leo: el pase del siglo
Tras un año de ensueño, la confirmación de Messi como ídolo absoluto de la Selección le permitió ingresar en el altar futbolístico que hasta ahora ocupaba sólo Maradona. En lugar de compararlos, aquí elegimos integrarlos en esta acción de juego. Un pase de magia, de Diego para Leo. Una postal de estos (y otros) tiempos.
1984
Lecturas
Nota publicada en la edición de noviembre de 2012 de El Gráfico
Mientras bajaba, el austríaco Felix Baumgartner lo vio pasar a Lionel Messi: iba a la misma velocidad que él pero camino inverso, disparado a la estratósfera.
El niño prodigio que comenzó siendo extremo ahora se terminó convirtiendo en un deportista extremo, como el austríaco que se tiró desde el espacio. No sabemos hasta dónde puede llegar Leo, pero mientras logremos ver su estela, alcanzará para disfrutarlo.
Su convivencia con las marcas es constante. Y nos hace perder noción de la velocidad a la que va: más rápido que Usain Bolt en una pista y que Baumgartner en caída libre desde el cielo.
Definido desde hace años como un jugador de PlayStation, a Messi lo manejamos entre todos: basta con que le digamos qué nuevos récords tiene que cumplir y él se encargará de lograrlos.
Para ser estadígrafo de Messi hay que ser capaz de disponer y procesar todos los datos de la historia del fútbol. De Pelé a Maradona, de Müller a César, de Batistuta a Raúl, Messi no lidera el ranking de la Carrera de Campeones, sino de la licuadora de campeones. Con diez años más de carrera por delante, los historiadores se dedicarán a buscar los segundos puestos: las marcas las tendrá casi todas él.
En un campo absolutamente imaginativo pero basado en su propio recorrido, podríamos proyectar el 2022 y preguntarnos: ¿Más presencias con la Selección? Messi. ¿Más goles convertidos en una temporada? Messi. ¿Máximo goleador del clásico español? Messi. ¿Y de la Champions League? Messi. ¿Mayor cantidad de Balones de Oro? Messi. ¿Y consecutivos? Messi. ¿Más Mundiales jugados? Messi, 5. ¿Máximo goleador de la historia? Messi.
Y eso sin proponer algunos récords menores y otros mayores, que mejor –con un Mundial en Brasil por delante- vale no plasmar en un papel y dejar bajo llave en la imaginación. Como dijo Pep Guardiola después de los cinco goles de Leo al Bayer Leverkusen: “El día que él quiera, hará seis”.
Pero lo bueno es que ninguno de esos datos fríos cambiará las sensaciones que ya venimos grabando cada vez que lo vemos jugar, primero con el Barcelona y luego con la Selección. Mientras desafía las leyes de la física y pasa por donde simplemente no se puede pasar, Leo ya entró en una zona de la que no se sale. Es el altar futbolístico que para los argentinos ocupaba solamente Maradona.
Maradona y Messi no jugaron juntos en una cancha pero sí lo hacen en nuestras mentes y corazones, allí donde los picados emocionales se transforman en una bendición eterna. El fútbol podrá estar cada día peor, pero siempre, yendo ahí dentro, encontraremos ese cúmulo de sensaciones inolvidables e indestructibles. Ni siquiera hacen falta (aunque mejoran la experiencia) las imágenes, los audios o las fotos. Los podemos reproducir en la oscuridad, con los ojos cerrados, sin televisores ni tabletas ni teléfonos inteligentes. Son nuestros recuerdos. Leo Messi ingresó a esa zona íntima de los recuerdos, ese clip mental que cada día crece más.
En la película Efecto Mariposa, en el constante ir y venir por el tiempo y el espacio, el protagonista acumula más recuerdos de los que su cerebro puede contener. Después de cada viaje, sangra profusamente de la nariz. Cada vez que vemos jugar a Messi, corremos el riesgo de terminar sangrando por la nariz.
A Messi lo vivimos mientras lo grabamos. Pero en tiempos de inmediatez extrema, en los que en vez de describir un momento se postea una foto, a Messi también lo grabamos para guardárnoslo, con el egoísmo de poder contarlo cuando su tiempo ya haya pasado, si es que alguna vez pasa. La tentación a confrontarlo con el pasado y la curiosidad de proyectarle el futuro no deben distraernos del disfrute del presente.
Mientras el resto del mundo compara a Messi y Maradona, con el sustento propio de las proezas que Leo acumula cada semana, desde aquí elegimos integrarlos. Hacerlos jugar juntos en una cancha, como podemos hacerlo en ese clip mental cada vez que se nos ocurra.
Una bendición que requirió ver como mil fotos, hasta encontrar ese hermoso pase de Maradona ante Bélgica, foto jamás publicada hasta ahora, que permitió el fotomontaje. Maradona y Messi, juntos. Diego dándole un pase a Leo, que llega a toda velocidad. Es un simbolismo. Una metáfora de este tiempo. La transferencia de la idolatría dentro de la liturgia del hincha argentino.
Hoy, una generación entera se conforma alrededor de la adoración por Messi, justo como otra, tres décadas atrás, se forjaba alrededor de la veneración por Maradona. Son otros tiempos, hay más camisetas del Barcelona ahora que del Napoli a mediados del 80. Pero la voracidad por verlos es la misma. En unos años, incluso ahora mismo, deberemos aceptar que muchos no habrán visto a Diego. Y preguntarán si más o menos era como el Messi de este siglo.
Con la camiseta de la Selección, a la edad actual de Leo, Maradona aún no había llegado a su punto máximo: venía de sufrir en las Eliminatorias y aún no había materializado sus hazañas en México 86 (ver abajo). Eso para quienes andan apurados, nada más. El resto es goce.
No hay apuro ni sentido en compararlos. Al final todo podrá ser reducido a un vacío 1-2-3, a un top five como los que Nick Hornby materializó en su libro Alta Fidelidad. Al ítem “Mejores jugadores que vi” le precederá o le sucederá el orden de los Beatles preferidos, o las cinco mejores actores de la historia. Subjetividad pura. Y recuerdos.
Llegado el momento surgirán, además, cientos de posibles aspectos para confrontarlos. No hablamos de la comparación desde la admiración que plantea Andrés Burgo ni el reflejo de los reprochones que relata Eduardo Sacheri, en los dos magníficos enfoques que se suceden a esta nota, sino de cosas mucho más pequeñas.
Rascar la superficie de los ídolos conlleva un riesgo: recordar que son de carne y hueso y que cada uno tiene su forma de ser. Rasgos que, en definitiva, poco y nada importan cuando salen a la cancha. El pase del siglo propone eso. La integración en la cancha. El pase de la idolatría. A Messi algunos le seguirán reclamando algún escándalo para confirmar su condición de estrella mundial, algo así como descubrir la letra chica de lo que de otra forma sería una oferta irrechazable. Difícilmente llegue. A Maradona se le seguirá exigiendo un cambio en su modo de vivir que tampoco llegará. Pero el clip mental se mantendrá inalterado.
Hasta el año pasado, por ejemplo, se hablaba de que Messi no pateaba tiros libres. Leo evidentemente tomó nota del feedback y se convirtió en uno de los mejores ejecutores del planeta. Al ángulo o a los palos, ahora difícilmente pasen de ahí. Es el concepto del jugador a joystick, que encuentra biocombustible en la energía (si es negativa, mejor aún) que se le mueve alrededor.
Ahora comienza a tomar fuerza, en asados interminables o en redes sociales, el tema del carácter de uno y del otro. Cuando Messi no hacía dos goles por partido con la Selección, que durmiera mucho la siesta dejaba de ser una particularidad para convertirse en un defecto, según algunos.
En el libro Cuando nunca perdíamos, el autor mexicano Juan Villoro refleja una conversación que tuvo con Guardiola, a propósito de la personalidad de Messi. “Leo no necesita motivación especial. Compite contra sí mismo; siempre encara nuevos desafíos”, dijo Guardiola durante un almuerzo. Y luego contó un ejemplo sencillo pero revelador, que aquí transcribimos
-En un entrenamiento, Sergio Busquets le entró con descuido en pos del balón y lastimó a Messi, produciéndole una cortada. La práctica continuó sin sobresaltos. Ya en el vestuario, Busi fue a disculparse con su compañero. Con voz tranquila, la víctima pronunció una respuesta hermética, señalando su herida: ‘Aquí dice Sergio Busquets’. ¿Qué significaba eso? Milito y Mascherano, sus mejores amigos en el campo, entendieron el mensaje antes que los demás. Leo no olvida: tenía una deuda que saldar. Días más tarde, cuando el asunto parecía olvidado, le hizo una dura entrada a Busquets, y sonrió con picardía infantil. Estaban a mano.
Que Guardiola haya contado este ejemplo sobre Messi no es casualidad. A una tenacidad tan innata como su talento o su espíritu competitivo, se le fueron agregando pequeñas pero importantes muestras de carácter que también corporizan su liderazgo.
Si algo no es cierto es que Messi carezca de emociones. Las tiene, pero las expresa de manera muy puntual. Y hasta tiene clase para pelear, como ya lo mostró mientras se tapaba la boca tras el apriete de Maxi Pereira, en el partido consagratorio ante Uruguay.
Maradona es Nápoles. Messi es Barcelona. Los dos cayeron en ciudades hermosas que casualmente representan sus personalidades. Discutir más allá de eso sería como discutir cuál es el mejor lugar para vivir. ¿Tiene sentido? ¿O vale más ir de visita, cuando uno quiera, a cada uno?
Los detractores que fueron una parte fundamental en la rebelión permanente de Maradona hoy también provocan el reactivo en Messi. Son los que activan el turbo en sus motores. Quizás, incluso a riesgo de que todo termine en una nube con forma de hongo, necesitemos más Mourinhos. A Leo, más lo aguijonean y mejor juega.
Quienes dicen que le falta malicia seguramente se perdieron los segundos previos al tiro libre que le hizo a Casillas (que en el asunto de los récords corre el riesgo de quedar como el arquero al que Leo más le convirtió). Con la pelota apoyada en el piso, la expresión de Leo se transforma de manera mortífera. Es un primer plano para el recuerdo. A la pelota le pega un serial killer, el Mr. Hyde que el niño Jekyll lleva adentro. A la hora de los festejos, el Hyde se había evaporado y había regresado la imagen del niño inocente.
Difícilmente se lo vea desaforado desde el revanchismo. Un cartel de publicidad pateado una vez. Mucho más que eso, no le van a encontrar. El juego de los desafíos con Leo no funciona en modo mega conspiración activado, sino que tiene la dinámica propia de lo que pasa en un recreo de chicos de primaria. A que no te subís ahí. A que sí. A que no. A que sí. Y tomá, ahí tenés, me subí.
No cabecea, otra de las cosas que se decían de Messi. Marcó el gol definitorio de la Champions League contra el Manchester United con un cabezazo digno del de Gullit en la final de la Euro 88. ¿No cabeceo? A que sí.
La salida de Guardiola, la figura protectora y paternal en su club, también acentuará su crecimiento como líder indiscutido. Y le hará vivir el proceso que ya experimentó –y superó– en la Selección: la de ser el más importante de todos, cargarse esa responsabilidad sin perder su espíritu amateur de querer ganar en todo, el de los chicos en el recreo.
Que un sonriente Leo haya hablado de “los momentos duros que me tocó vivir”, antes de irse al vestuario tras un nuevo concierto por las Eliminatorias, explica, a su modo, el mismo “estamos a mano” que le hizo sentir a Busquets en esa anécdota de Guardiola. Un corte (ante Uruguay en Santa Fe) que en el momento no le gustó, pero que dio por terminado, con sonrisa y disfrute, ante Uruguay en Mendoza. Y a otra cosa. Sin dedicatorias a todos los que no creían en él.
Si la expresión “Maradona del 86” para muchos significa el estado máximo de bienestar, leer los recortes de la Copa América 87 que se organizó en la Argentina resulta fascinante. Hoy, a la distancia, uno imagina una especie de campeonato celebratorio de la victoria en México, reverencias en todos los partidos, canchas llenas como recitales de rock. Y sin embargo, la Copa terminó siendo una picadora de carne, con críticas para todos y el Monumental semi vacío en el último partido contra Colombia. “La pura verdad es que a esta Selección no la aplauden nunca, para qué vamos a andar dando vueltas. Y no termino de entender por qué”, estallaba por entonces Maradona en El Gráfico.
Messi y Maradona atravesaron procesos similares hasta llegar a la idolatría absoluta. Aunque no es cierta la fábula de que Bilardo tuviera que defender a Diego como si fuera Garré, sí es verdad que, hasta México 86, de Maradona en la Selección mayor aún se esperaba la confirmación de todos los hermosos momentos que había venido regalando desde su debut en el 76. Con Messi pasaba lo mismo. Se le exigía, desde el deseo, un año como este.
En julio de 2011, en estas páginas se publicó Maldito Barcelona, un ensayo sobre la improbabilidad de que las piezas del Pep Team lograran el mismo efecto cuando se desprendieran del mejor equipo de la historia. La búsqueda constante por ser el Barcelona, por entonces más discursiva que fáctica, se transformaba en una trampa mortal para cada uno de los involucrados, un juego sin posibilidad alguna de victoria.
Con Sabella al frente de la Selección se logró más pragmatismo y menos dogma: que el equipo girara alrededor de Messi y que Messi sintiera lo mismo, sin repetirlo muchas veces en las conferencias de prensa pero dándole señales claras en la cancha. La Selección hoy no se parece en lo más mínimo al Barcelona (a decir verdad tiene el estilo blitzkrieg del Real Madrid), pero de eso ya poco se habla, porque Messi sí se parece al del Barcelona en términos metafísicos. A este ritmo, desde Catalunya acabarán por preguntar cuánto falta para que el Messi del Barça sea como el de Argentina. A propósito, Lionel hace récords incluso sin quererlo: el partido de Champions contra el Celtic (2-1) fue el primero de la temporada en el que no hizo goles ni dio asistencias. ¡Crisis!
Por ser el medio argentino que le hizo la primera nota de su etapa en La Masía (“Barça muere por este pibe”), y por las 12 tapas que se sucedieron desde la de octubre de 2005, cuando nos dijo que no había problemas de llevar a un tal Ronaldinho para la producción, en la redacción de El Gráfico fuimos testigos de los muchos lectores que se quejaban de la devoción de la revista por Messi.
Así como hoy, con o sin seudónimos, nadie se atrevería a decir que cuestionó al Maradona-futbolista en su mejor época (¿quién aceptará que no quiso ir al Monumental a aplaudir al Diego del 86?), ahora nos resultará difícil encontrar a esos detractores de Messi. Cada vez se mueven por caminos más subterráneos. Como casi todo lo que transita a nivel de comentarios en redes sociales, terminará siendo una caza de brujas muy divertida: la de saber quién osó criticar a Messi. Unos y otros irán alimentando esta inquisición de la que fueron parte, aunque prefieran olvidarlo.
Quien escribe no tiene recuerdos presentes del Mundial 78 ni del 82. Si no hubiera habido un 86, quizás hoy uno tendría guardado el videocassete, velocidad SP y cinta chamuscada, con el gol de Kempes a Holanda, así como el personaje de Trainspotting atesora el de Archie Gemmill –Escocia-Holanda del 78– para gritar a lo lejos en el tiempo. Pero si no hubiera habido un 86, probablemente estas páginas estarían en blanco.
Hoy Messi para muchos es ese 86. La conexión con el fútbol. El viaje al fútbol. Sólo ida, porque de Messi, como de Maradona, no se vuelve.
Martín Mazur
YO A TU EDAD
Un argumento para evitar comparaciones entre Maradona y Messi es que resultan injustas porque la carrera de Diego ya terminó, y a la de Lionel le queda un largo recorrido. Y es un argumento válido.
Entonces, intentemos una comparación más específica: ¿por dónde andaba la trayectoria de Maradona cuando tenía exactamente la misma edad que tiene Messi? A los 25 años y 5 meses, Diego atravesaba su segunda temporada en Napoli, la 1985/86. Aún no había llegado su consagración en México 86, y ni de lejos tenía el magnetismo que genera Messi en cualquier lugar del planeta. Es el primero de los datos que le otorgan una pequeña ventaja a la Pulga en este desafío imaginario. Profundicemos.
Maradona había ganado seis títulos: uno en la Selección juvenil (Mundial 79) y cinco a nivel local (uno en Boca, tres en Barcelona y otro en Napoli). Messi ya acumula 21 (19 en Barcelona, incluyendo dos Mundiales de Clubes, 1 en la Sub 20 y 1 en la Sub 23).
En cuanto a la Selección, Diego sumaba 44 partidos jugados, 19 goles y una Copa del Mundo, la de España 82, donde marcó dos veces pero terminó cuestionado y expulsado. Lionel ya jugó 75 partidos y metió 31 goles con la celeste y blanca, y participó de dos Mundiales: Alemania 2006 (un tanto y poco protagonismo) y Sudáfrica 2010 (mejor nivel pero sin gritos).
¿Y los goles? A los 25 años y 5 meses, Maradona superó la barrera de los 220 tantos. Messi, por su parte, lleva 323. Pero claro: a los 25 años y 9 meses, Diego sería campeón mundial.
UNA METAFORA. El Diego del 86 le da un pase al Messi de 2012, que entra en el cuadro a toda velocidad.
El niño prodigio que comenzó siendo extremo ahora se terminó convirtiendo en un deportista extremo, como el austríaco que se tiró desde el espacio. No sabemos hasta dónde puede llegar Leo, pero mientras logremos ver su estela, alcanzará para disfrutarlo.
Su convivencia con las marcas es constante. Y nos hace perder noción de la velocidad a la que va: más rápido que Usain Bolt en una pista y que Baumgartner en caída libre desde el cielo.
Definido desde hace años como un jugador de PlayStation, a Messi lo manejamos entre todos: basta con que le digamos qué nuevos récords tiene que cumplir y él se encargará de lograrlos.
Para ser estadígrafo de Messi hay que ser capaz de disponer y procesar todos los datos de la historia del fútbol. De Pelé a Maradona, de Müller a César, de Batistuta a Raúl, Messi no lidera el ranking de la Carrera de Campeones, sino de la licuadora de campeones. Con diez años más de carrera por delante, los historiadores se dedicarán a buscar los segundos puestos: las marcas las tendrá casi todas él.
En un campo absolutamente imaginativo pero basado en su propio recorrido, podríamos proyectar el 2022 y preguntarnos: ¿Más presencias con la Selección? Messi. ¿Más goles convertidos en una temporada? Messi. ¿Máximo goleador del clásico español? Messi. ¿Y de la Champions League? Messi. ¿Mayor cantidad de Balones de Oro? Messi. ¿Y consecutivos? Messi. ¿Más Mundiales jugados? Messi, 5. ¿Máximo goleador de la historia? Messi.
Y eso sin proponer algunos récords menores y otros mayores, que mejor –con un Mundial en Brasil por delante- vale no plasmar en un papel y dejar bajo llave en la imaginación. Como dijo Pep Guardiola después de los cinco goles de Leo al Bayer Leverkusen: “El día que él quiera, hará seis”.
Pero lo bueno es que ninguno de esos datos fríos cambiará las sensaciones que ya venimos grabando cada vez que lo vemos jugar, primero con el Barcelona y luego con la Selección. Mientras desafía las leyes de la física y pasa por donde simplemente no se puede pasar, Leo ya entró en una zona de la que no se sale. Es el altar futbolístico que para los argentinos ocupaba solamente Maradona.
Maradona y Messi no jugaron juntos en una cancha pero sí lo hacen en nuestras mentes y corazones, allí donde los picados emocionales se transforman en una bendición eterna. El fútbol podrá estar cada día peor, pero siempre, yendo ahí dentro, encontraremos ese cúmulo de sensaciones inolvidables e indestructibles. Ni siquiera hacen falta (aunque mejoran la experiencia) las imágenes, los audios o las fotos. Los podemos reproducir en la oscuridad, con los ojos cerrados, sin televisores ni tabletas ni teléfonos inteligentes. Son nuestros recuerdos. Leo Messi ingresó a esa zona íntima de los recuerdos, ese clip mental que cada día crece más.
En la película Efecto Mariposa, en el constante ir y venir por el tiempo y el espacio, el protagonista acumula más recuerdos de los que su cerebro puede contener. Después de cada viaje, sangra profusamente de la nariz. Cada vez que vemos jugar a Messi, corremos el riesgo de terminar sangrando por la nariz.
A Messi lo vivimos mientras lo grabamos. Pero en tiempos de inmediatez extrema, en los que en vez de describir un momento se postea una foto, a Messi también lo grabamos para guardárnoslo, con el egoísmo de poder contarlo cuando su tiempo ya haya pasado, si es que alguna vez pasa. La tentación a confrontarlo con el pasado y la curiosidad de proyectarle el futuro no deben distraernos del disfrute del presente.
Mientras el resto del mundo compara a Messi y Maradona, con el sustento propio de las proezas que Leo acumula cada semana, desde aquí elegimos integrarlos. Hacerlos jugar juntos en una cancha, como podemos hacerlo en ese clip mental cada vez que se nos ocurra.
Una bendición que requirió ver como mil fotos, hasta encontrar ese hermoso pase de Maradona ante Bélgica, foto jamás publicada hasta ahora, que permitió el fotomontaje. Maradona y Messi, juntos. Diego dándole un pase a Leo, que llega a toda velocidad. Es un simbolismo. Una metáfora de este tiempo. La transferencia de la idolatría dentro de la liturgia del hincha argentino.
Hoy, una generación entera se conforma alrededor de la adoración por Messi, justo como otra, tres décadas atrás, se forjaba alrededor de la veneración por Maradona. Son otros tiempos, hay más camisetas del Barcelona ahora que del Napoli a mediados del 80. Pero la voracidad por verlos es la misma. En unos años, incluso ahora mismo, deberemos aceptar que muchos no habrán visto a Diego. Y preguntarán si más o menos era como el Messi de este siglo.
Con la camiseta de la Selección, a la edad actual de Leo, Maradona aún no había llegado a su punto máximo: venía de sufrir en las Eliminatorias y aún no había materializado sus hazañas en México 86 (ver abajo). Eso para quienes andan apurados, nada más. El resto es goce.
No hay apuro ni sentido en compararlos. Al final todo podrá ser reducido a un vacío 1-2-3, a un top five como los que Nick Hornby materializó en su libro Alta Fidelidad. Al ítem “Mejores jugadores que vi” le precederá o le sucederá el orden de los Beatles preferidos, o las cinco mejores actores de la historia. Subjetividad pura. Y recuerdos.
Llegado el momento surgirán, además, cientos de posibles aspectos para confrontarlos. No hablamos de la comparación desde la admiración que plantea Andrés Burgo ni el reflejo de los reprochones que relata Eduardo Sacheri, en los dos magníficos enfoques que se suceden a esta nota, sino de cosas mucho más pequeñas.
Rascar la superficie de los ídolos conlleva un riesgo: recordar que son de carne y hueso y que cada uno tiene su forma de ser. Rasgos que, en definitiva, poco y nada importan cuando salen a la cancha. El pase del siglo propone eso. La integración en la cancha. El pase de la idolatría. A Messi algunos le seguirán reclamando algún escándalo para confirmar su condición de estrella mundial, algo así como descubrir la letra chica de lo que de otra forma sería una oferta irrechazable. Difícilmente llegue. A Maradona se le seguirá exigiendo un cambio en su modo de vivir que tampoco llegará. Pero el clip mental se mantendrá inalterado.
Hasta el año pasado, por ejemplo, se hablaba de que Messi no pateaba tiros libres. Leo evidentemente tomó nota del feedback y se convirtió en uno de los mejores ejecutores del planeta. Al ángulo o a los palos, ahora difícilmente pasen de ahí. Es el concepto del jugador a joystick, que encuentra biocombustible en la energía (si es negativa, mejor aún) que se le mueve alrededor.
Ahora comienza a tomar fuerza, en asados interminables o en redes sociales, el tema del carácter de uno y del otro. Cuando Messi no hacía dos goles por partido con la Selección, que durmiera mucho la siesta dejaba de ser una particularidad para convertirse en un defecto, según algunos.
En el libro Cuando nunca perdíamos, el autor mexicano Juan Villoro refleja una conversación que tuvo con Guardiola, a propósito de la personalidad de Messi. “Leo no necesita motivación especial. Compite contra sí mismo; siempre encara nuevos desafíos”, dijo Guardiola durante un almuerzo. Y luego contó un ejemplo sencillo pero revelador, que aquí transcribimos
-En un entrenamiento, Sergio Busquets le entró con descuido en pos del balón y lastimó a Messi, produciéndole una cortada. La práctica continuó sin sobresaltos. Ya en el vestuario, Busi fue a disculparse con su compañero. Con voz tranquila, la víctima pronunció una respuesta hermética, señalando su herida: ‘Aquí dice Sergio Busquets’. ¿Qué significaba eso? Milito y Mascherano, sus mejores amigos en el campo, entendieron el mensaje antes que los demás. Leo no olvida: tenía una deuda que saldar. Días más tarde, cuando el asunto parecía olvidado, le hizo una dura entrada a Busquets, y sonrió con picardía infantil. Estaban a mano.
Que Guardiola haya contado este ejemplo sobre Messi no es casualidad. A una tenacidad tan innata como su talento o su espíritu competitivo, se le fueron agregando pequeñas pero importantes muestras de carácter que también corporizan su liderazgo.
Si algo no es cierto es que Messi carezca de emociones. Las tiene, pero las expresa de manera muy puntual. Y hasta tiene clase para pelear, como ya lo mostró mientras se tapaba la boca tras el apriete de Maxi Pereira, en el partido consagratorio ante Uruguay.
Maradona es Nápoles. Messi es Barcelona. Los dos cayeron en ciudades hermosas que casualmente representan sus personalidades. Discutir más allá de eso sería como discutir cuál es el mejor lugar para vivir. ¿Tiene sentido? ¿O vale más ir de visita, cuando uno quiera, a cada uno?
Los detractores que fueron una parte fundamental en la rebelión permanente de Maradona hoy también provocan el reactivo en Messi. Son los que activan el turbo en sus motores. Quizás, incluso a riesgo de que todo termine en una nube con forma de hongo, necesitemos más Mourinhos. A Leo, más lo aguijonean y mejor juega.
Quienes dicen que le falta malicia seguramente se perdieron los segundos previos al tiro libre que le hizo a Casillas (que en el asunto de los récords corre el riesgo de quedar como el arquero al que Leo más le convirtió). Con la pelota apoyada en el piso, la expresión de Leo se transforma de manera mortífera. Es un primer plano para el recuerdo. A la pelota le pega un serial killer, el Mr. Hyde que el niño Jekyll lleva adentro. A la hora de los festejos, el Hyde se había evaporado y había regresado la imagen del niño inocente.
Difícilmente se lo vea desaforado desde el revanchismo. Un cartel de publicidad pateado una vez. Mucho más que eso, no le van a encontrar. El juego de los desafíos con Leo no funciona en modo mega conspiración activado, sino que tiene la dinámica propia de lo que pasa en un recreo de chicos de primaria. A que no te subís ahí. A que sí. A que no. A que sí. Y tomá, ahí tenés, me subí.
No cabecea, otra de las cosas que se decían de Messi. Marcó el gol definitorio de la Champions League contra el Manchester United con un cabezazo digno del de Gullit en la final de la Euro 88. ¿No cabeceo? A que sí.
La salida de Guardiola, la figura protectora y paternal en su club, también acentuará su crecimiento como líder indiscutido. Y le hará vivir el proceso que ya experimentó –y superó– en la Selección: la de ser el más importante de todos, cargarse esa responsabilidad sin perder su espíritu amateur de querer ganar en todo, el de los chicos en el recreo.
Que un sonriente Leo haya hablado de “los momentos duros que me tocó vivir”, antes de irse al vestuario tras un nuevo concierto por las Eliminatorias, explica, a su modo, el mismo “estamos a mano” que le hizo sentir a Busquets en esa anécdota de Guardiola. Un corte (ante Uruguay en Santa Fe) que en el momento no le gustó, pero que dio por terminado, con sonrisa y disfrute, ante Uruguay en Mendoza. Y a otra cosa. Sin dedicatorias a todos los que no creían en él.
Si la expresión “Maradona del 86” para muchos significa el estado máximo de bienestar, leer los recortes de la Copa América 87 que se organizó en la Argentina resulta fascinante. Hoy, a la distancia, uno imagina una especie de campeonato celebratorio de la victoria en México, reverencias en todos los partidos, canchas llenas como recitales de rock. Y sin embargo, la Copa terminó siendo una picadora de carne, con críticas para todos y el Monumental semi vacío en el último partido contra Colombia. “La pura verdad es que a esta Selección no la aplauden nunca, para qué vamos a andar dando vueltas. Y no termino de entender por qué”, estallaba por entonces Maradona en El Gráfico.
Messi y Maradona atravesaron procesos similares hasta llegar a la idolatría absoluta. Aunque no es cierta la fábula de que Bilardo tuviera que defender a Diego como si fuera Garré, sí es verdad que, hasta México 86, de Maradona en la Selección mayor aún se esperaba la confirmación de todos los hermosos momentos que había venido regalando desde su debut en el 76. Con Messi pasaba lo mismo. Se le exigía, desde el deseo, un año como este.
En julio de 2011, en estas páginas se publicó Maldito Barcelona, un ensayo sobre la improbabilidad de que las piezas del Pep Team lograran el mismo efecto cuando se desprendieran del mejor equipo de la historia. La búsqueda constante por ser el Barcelona, por entonces más discursiva que fáctica, se transformaba en una trampa mortal para cada uno de los involucrados, un juego sin posibilidad alguna de victoria.
Con Sabella al frente de la Selección se logró más pragmatismo y menos dogma: que el equipo girara alrededor de Messi y que Messi sintiera lo mismo, sin repetirlo muchas veces en las conferencias de prensa pero dándole señales claras en la cancha. La Selección hoy no se parece en lo más mínimo al Barcelona (a decir verdad tiene el estilo blitzkrieg del Real Madrid), pero de eso ya poco se habla, porque Messi sí se parece al del Barcelona en términos metafísicos. A este ritmo, desde Catalunya acabarán por preguntar cuánto falta para que el Messi del Barça sea como el de Argentina. A propósito, Lionel hace récords incluso sin quererlo: el partido de Champions contra el Celtic (2-1) fue el primero de la temporada en el que no hizo goles ni dio asistencias. ¡Crisis!
Por ser el medio argentino que le hizo la primera nota de su etapa en La Masía (“Barça muere por este pibe”), y por las 12 tapas que se sucedieron desde la de octubre de 2005, cuando nos dijo que no había problemas de llevar a un tal Ronaldinho para la producción, en la redacción de El Gráfico fuimos testigos de los muchos lectores que se quejaban de la devoción de la revista por Messi.
Así como hoy, con o sin seudónimos, nadie se atrevería a decir que cuestionó al Maradona-futbolista en su mejor época (¿quién aceptará que no quiso ir al Monumental a aplaudir al Diego del 86?), ahora nos resultará difícil encontrar a esos detractores de Messi. Cada vez se mueven por caminos más subterráneos. Como casi todo lo que transita a nivel de comentarios en redes sociales, terminará siendo una caza de brujas muy divertida: la de saber quién osó criticar a Messi. Unos y otros irán alimentando esta inquisición de la que fueron parte, aunque prefieran olvidarlo.
Quien escribe no tiene recuerdos presentes del Mundial 78 ni del 82. Si no hubiera habido un 86, quizás hoy uno tendría guardado el videocassete, velocidad SP y cinta chamuscada, con el gol de Kempes a Holanda, así como el personaje de Trainspotting atesora el de Archie Gemmill –Escocia-Holanda del 78– para gritar a lo lejos en el tiempo. Pero si no hubiera habido un 86, probablemente estas páginas estarían en blanco.
Hoy Messi para muchos es ese 86. La conexión con el fútbol. El viaje al fútbol. Sólo ida, porque de Messi, como de Maradona, no se vuelve.
Martín Mazur
YO A TU EDAD
Un argumento para evitar comparaciones entre Maradona y Messi es que resultan injustas porque la carrera de Diego ya terminó, y a la de Lionel le queda un largo recorrido. Y es un argumento válido.
Entonces, intentemos una comparación más específica: ¿por dónde andaba la trayectoria de Maradona cuando tenía exactamente la misma edad que tiene Messi? A los 25 años y 5 meses, Diego atravesaba su segunda temporada en Napoli, la 1985/86. Aún no había llegado su consagración en México 86, y ni de lejos tenía el magnetismo que genera Messi en cualquier lugar del planeta. Es el primero de los datos que le otorgan una pequeña ventaja a la Pulga en este desafío imaginario. Profundicemos.
Maradona había ganado seis títulos: uno en la Selección juvenil (Mundial 79) y cinco a nivel local (uno en Boca, tres en Barcelona y otro en Napoli). Messi ya acumula 21 (19 en Barcelona, incluyendo dos Mundiales de Clubes, 1 en la Sub 20 y 1 en la Sub 23).
En cuanto a la Selección, Diego sumaba 44 partidos jugados, 19 goles y una Copa del Mundo, la de España 82, donde marcó dos veces pero terminó cuestionado y expulsado. Lionel ya jugó 75 partidos y metió 31 goles con la celeste y blanca, y participó de dos Mundiales: Alemania 2006 (un tanto y poco protagonismo) y Sudáfrica 2010 (mejor nivel pero sin gritos).
¿Y los goles? A los 25 años y 5 meses, Maradona superó la barrera de los 220 tantos. Messi, por su parte, lleva 323. Pero claro: a los 25 años y 9 meses, Diego sería campeón mundial.
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10/11/2012 La visión de Sacheri sobre Messi
No es tu culpa: un texto de Eduardo Sacheri
En otra entrega exclusiva, el autor cuenta su visión respecto de la dualidad Maradona-Messi y también propone escapar a las comparaciones.
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Lecturas
Nota publicada en la edición de noviembre de 2012 de El Gráfico
La pelicula, en Argentina, se llamó “Busco mi destino”. Un título malísimo, si se me permite la opinión. En la versión original, en Estados Unidos, se llamaba “Good Will Hunting”, que significa más o menos “El indomable Will Hunting”. Tampoco es gran cosa ese título original, confesemos. Pero la peli está muy buena. Matt Damon personifica a un muchacho superdotado, que tiene un cerebro incomparable para las matemáticas, pero vive en una situación familiar y social de marginalidad y violencia. No les voy a contar acá la película (aunque si no la vieron se las recomiendo, porque está muy buena). Pero sí quiero destacar una escena: Robin Williams (el actor, no el cantante carilindo), hace del psicólogo que atiende a Will. Y en esa escena lo enfrenta con una terrible situación de su pasado y le dice, sencillamente, “No es tu culpa”. El pibe primero no lo entiende, y el psicólogo se lo repite “No es tu culpa”. Después el flaco se siente turbado, confundido. Y el psicólogo insiste: “No es tu culpa”. Después el flaco medio que se enoja, y forcejea con el terapeuta, incómodo ante esa insistencia. Y el psicólogo repite: “No es tu culpa”. Finalmente el protagonista se abandona en esa idea, se afloja, se pone a llorar, y uno comprende que ese pobre pibe venía sometiéndose a una presión que no se merecía, por una situación que no tenía nada que ver con sus acciones en la vida. Uno entiende, en ese momento, que el psicólogo hacía bien en decirle al pobre Will Hunting que no tenía la culpa de lo que le había tocado vivir, porque, aunque fuera cierto y evidente para el que lo veía de afuera, la vida del flaco se había puesto tan enroscada y difícil que hasta pensaba equivocadamente que sí, que tenía la culpa de lo que le había tocado padecer.
Bueno, aunque esta escena de cine no tenga nada que ver con Leo Messi, yo creo que sí. Porque más de una vez he sentido el deseo de decirle un “no es su culpa”. Aclaración importante: yo escribo esto a fines de 2012, después de que Lionel cierra un año bárbaro con la Selección. Y entonces el abultado bando de sus críticos, esos que ponían cara de asquito para decir “Ese en el Barcelona juega, pero en la Selección no”, están en franca desbandada. Sin embargo, conociendo el fútbol, bastará que las cosas el año que viene no sean tan buenas para la celeste y blanca para que las aves rapaces vuelvan a sobrevolar el asunto, a poner carita de estar oliendo sustancias en descomposición y a desvalorizar a Leo.
Y vuelvo a la escena de la peli, y a esas palabras de “No es tu culpa”. No es culpa de Messi ser un superdotado. No lo eligió. Lo habrá cultivado, mejorado, perfeccionado. Pero evidentemente nació con algo. Como el que nace con habilidad para las artes plásticas o para tirar piedrazos con gomera. Este nació con predisposición a una gambeta corta y endemoniada, a llevar el balón con toquecitos cortos a una velocidad de escándalo. Nació con habilidades suficientes como para convertirse en el mejor jugador de fútbol del mundo hoy en día. Y ahí está. Lo es. Por más que a alguno le moleste, Lionel Messi es el mejor jugador del mundo.
Y tampoco es culpa de Messi que exista Diego Armando Maradona. Ni que haya nacido también en la Argentina. Ni que el Diego nos haya dado todo lo que nos dio a los futboleros argentinos. Ni de que haya comandado a esa selección inolvidable campeona en México 86, ni que con el tobillo hecho fruta nos haya dejado en la puerta de otra hazaña en Italia 90. “¿Culpa de qué?”, se me podría preguntar. “De nada”, respondo yo. Culpa de nada.
Y sin embargo, siento que hasta el día de hoy se sigue cometiendo una injusticia absoluta con Messi, en esa comparación constante a la que se lo somete con el Diego. Le ruego al lector que haga la prueba. En el próximo asado que le toque compartir con amigos, póngase a hablar de Lionel Messi. Lo que quiera: arranque por los goles que hizo este año en las eliminatorias, o con su campaña en el Barcelona. Insisto. Empiece por donde mejor le cuadre. Deje ahí, sobre la mesa, suelto el tema, para que los otros comensales lo recojan, lo lleven y lo traigan. Y cuente el tiempo. Verá que no pasan cinco minutos sin que alguno pronuncie la palabra mágica: Maradona. Y no es que lo van a nombrar simplemente para invocarlo. Nada de eso. Van a nombrarlo para compararlos. Lo usual será que quien lo convoque, con el dedito en alto y el aire desenvuelto, diga algo al estilo de “No me vengan con Messi, porque Maradona tal cosa y tal otra”. Y ahí se desplegarán las distintas variantes. El nostálgico del carisma de Diego se quejará de que Messi no habla en la cancha y recordará el modo en que el Diego se parlaba a los árbitros, a los contrarios, a los jueces de línea. El añorante de su emotividad le reclamará a Messi que no canta el Himno y hará memoria acerca de cómo el viejo diez se carajeó con toda Italia por su ingrata silbatina. El melancólico de su pegada se lamentará de que Messi no le pega bien a la pelota y hará una rápida composición intitulada “Diego y los tiros libres”.
Al final, todos chasquearán la lengua, ladeando la cabeza, y murmurando “No me vas a comparar…”. Pues bien. Yo, en esos casos, pienso, casi a gritos: “¿Qué? ¡Si yo no dije nada! ¡Si el que los comparás sos vos!” Y esas son las situaciones en las que vuelvo a recordar esa escena de la película y me dan ganas de decirle, a Messi: “No te hagas cargo, flaco. No es tu culpa“.
No es culpa de Messi que Diego haya significado todo lo que significó. Ni es culpa de Messi tener otro carácter, otro estilo, otra manera de ser, otra manera de llevarse con sus compañeros o de andar la cancha. Messi no tiene por qué ser como Diego. Y mejor que no lo sea. Porque cada jugador –y cada persona– se merece ser lo que tenga ganas, o lo mejor que pueda, pero sin tener que mirarse cada día en el espejo inalcanzable de la admiración de los otros por alguien que no es él.
Si los argentinos nos empeñamos en que Messi tiene que ser como Maradona estamos, como tantas otras veces, equivocándonos. Porque nos perderemos de disfrutar al pibe que mejor juega al fútbol en la actualidad. Ahogados de añoranza, presos de la nostalgia, paralizados de historia, nos vamos a privar de disfrutar a ese pibe que, gracias a Dios, nació en Rosario y, de vez en cuando, se pone la camiseta argentina.
Yo no sé si en Brasil 2014 vamos a dar la vuelta gracias al talento de Leo. O en Rusia 2018, o en Qatar 2022, o en Saturno 2026. Ojalá que sí. Ojalá que Leo, alguna vez, me ponga en la obligación de deberle tanto como le debo al Diego por la alegría que me dio con la camiseta argentina.
Pero no quiero vivir pendiente de eso. No es culpa de Messi que los argentinos seamos incapaces de cerrar nuestro duelo con Diego, con su retiro, con su partida, con el hecho indubitable de que no juega más. Así que no le pega a la pelota como Diego. Perfecto. No tiene por qué. En una de esas, Leo lo sabe y por eso se asegura de limpiarse a cuanto marcador se le ponga enfrente para definir a menos de diez metros del arco. Así que no tiene el carisma de Diego para hacer declaraciones. Asunto de él. En una de esas, le tocó transitar una vida más apacible. Y feliz de él, si ese es el caso. Así que Messi no nos tiene en el subibaja emocional de Diego y sus caídas y sus resurrecciones. Asunto de él. Si al propio Diego yo le desearía una vida a salvo de los chismes, no puedo menos que alegrarme de que Messi pueda sortear esos escollos humillantes.
Yo no quiero naturalizar lo extraordinario. Cuando Messi encara a cuatro tipos que se escalonan para marcarlo en dos metros, el sentido común dice que por ahí no se puede pasar. Y el tipo pasa. Y cuando pone un pase de cirujano entre un revoleo infernal de patas para que un compañero haga el gol, y la pelota surge limpia al otro lado, emergiendo por donde se supone que no debería aparecer, yo quiero seguir asombrándome. No quiero decir “Ajá, mirá vos, lo hizo otra vez”. Quiero seguir con los pies en la tierra, y darme cuenta de que ese pibe acaba de hacer, otra vez, algo imposible para todos los demás.
No quiero arruinarme el presente por el peso del pasado. Yo no sé cuánto tiempo más voy a poder ver a este pibe extraordinario, aunque espero que esto dure muchos años.
Y la mejor manera de honrar lo que Diego hizo dentro de una cancha es, me parece, celebrar que en este país nuestro sigan surgiendo pibes que juegan mejor que el resto. Y que alguno, a la primera de cambio, se convierta en el mejor del mundo.
No me interesa comparar a Maradona con Messi. Primero porque la carrera de uno de los dos, como jugador, está terminada. Ha concluido. Es una obra completa, y a medida que se aleja en el tiempo uno puede verla en perspectiva. En mi caso, la veo para maravillarme y decirle gracias. En el caso de algunos otros, para mezquinarle parte de su grandeza con cosas que no tienen que ver con lo que el Diego hizo dentro de la cancha. Y en el de otros, para llenarse de esa nostalgia odiosa que parte de la base de que lo mejor que tenía que suceder ya sucedió, y lo único que nos toca en el futuro es sufrir y padecer que nunca más pase lo que pasó.
Messi, en cambio, tiene 25 años de edad y una década, si Dios quiere, para seguir jugando. Y yo no tengo ni idea de cómo van a ser esos años que vienen. Yo no necesito que Leo sea como Diego. Necesito que sea como Leo.
Para lo único que quiero poner, en la misma oración, a Diego Maradona y a Lionel Messi es para decir que los dos son de otro planeta, pero gracias a Dios nacieron acá, en este país que es el mío. Y ver jugar tipos así no puede menos que hacerme feliz. Y punto.
Por Eduardo Sacheri
La pelicula, en Argentina, se llamó “Busco mi destino”. Un título malísimo, si se me permite la opinión. En la versión original, en Estados Unidos, se llamaba “Good Will Hunting”, que significa más o menos “El indomable Will Hunting”. Tampoco es gran cosa ese título original, confesemos. Pero la peli está muy buena. Matt Damon personifica a un muchacho superdotado, que tiene un cerebro incomparable para las matemáticas, pero vive en una situación familiar y social de marginalidad y violencia. No les voy a contar acá la película (aunque si no la vieron se las recomiendo, porque está muy buena). Pero sí quiero destacar una escena: Robin Williams (el actor, no el cantante carilindo), hace del psicólogo que atiende a Will. Y en esa escena lo enfrenta con una terrible situación de su pasado y le dice, sencillamente, “No es tu culpa”. El pibe primero no lo entiende, y el psicólogo se lo repite “No es tu culpa”. Después el flaco se siente turbado, confundido. Y el psicólogo insiste: “No es tu culpa”. Después el flaco medio que se enoja, y forcejea con el terapeuta, incómodo ante esa insistencia. Y el psicólogo repite: “No es tu culpa”. Finalmente el protagonista se abandona en esa idea, se afloja, se pone a llorar, y uno comprende que ese pobre pibe venía sometiéndose a una presión que no se merecía, por una situación que no tenía nada que ver con sus acciones en la vida. Uno entiende, en ese momento, que el psicólogo hacía bien en decirle al pobre Will Hunting que no tenía la culpa de lo que le había tocado vivir, porque, aunque fuera cierto y evidente para el que lo veía de afuera, la vida del flaco se había puesto tan enroscada y difícil que hasta pensaba equivocadamente que sí, que tenía la culpa de lo que le había tocado padecer.
Bueno, aunque esta escena de cine no tenga nada que ver con Leo Messi, yo creo que sí. Porque más de una vez he sentido el deseo de decirle un “no es su culpa”. Aclaración importante: yo escribo esto a fines de 2012, después de que Lionel cierra un año bárbaro con la Selección. Y entonces el abultado bando de sus críticos, esos que ponían cara de asquito para decir “Ese en el Barcelona juega, pero en la Selección no”, están en franca desbandada. Sin embargo, conociendo el fútbol, bastará que las cosas el año que viene no sean tan buenas para la celeste y blanca para que las aves rapaces vuelvan a sobrevolar el asunto, a poner carita de estar oliendo sustancias en descomposición y a desvalorizar a Leo.
Y vuelvo a la escena de la peli, y a esas palabras de “No es tu culpa”. No es culpa de Messi ser un superdotado. No lo eligió. Lo habrá cultivado, mejorado, perfeccionado. Pero evidentemente nació con algo. Como el que nace con habilidad para las artes plásticas o para tirar piedrazos con gomera. Este nació con predisposición a una gambeta corta y endemoniada, a llevar el balón con toquecitos cortos a una velocidad de escándalo. Nació con habilidades suficientes como para convertirse en el mejor jugador de fútbol del mundo hoy en día. Y ahí está. Lo es. Por más que a alguno le moleste, Lionel Messi es el mejor jugador del mundo.
Y tampoco es culpa de Messi que exista Diego Armando Maradona. Ni que haya nacido también en la Argentina. Ni que el Diego nos haya dado todo lo que nos dio a los futboleros argentinos. Ni de que haya comandado a esa selección inolvidable campeona en México 86, ni que con el tobillo hecho fruta nos haya dejado en la puerta de otra hazaña en Italia 90. “¿Culpa de qué?”, se me podría preguntar. “De nada”, respondo yo. Culpa de nada.
Y sin embargo, siento que hasta el día de hoy se sigue cometiendo una injusticia absoluta con Messi, en esa comparación constante a la que se lo somete con el Diego. Le ruego al lector que haga la prueba. En el próximo asado que le toque compartir con amigos, póngase a hablar de Lionel Messi. Lo que quiera: arranque por los goles que hizo este año en las eliminatorias, o con su campaña en el Barcelona. Insisto. Empiece por donde mejor le cuadre. Deje ahí, sobre la mesa, suelto el tema, para que los otros comensales lo recojan, lo lleven y lo traigan. Y cuente el tiempo. Verá que no pasan cinco minutos sin que alguno pronuncie la palabra mágica: Maradona. Y no es que lo van a nombrar simplemente para invocarlo. Nada de eso. Van a nombrarlo para compararlos. Lo usual será que quien lo convoque, con el dedito en alto y el aire desenvuelto, diga algo al estilo de “No me vengan con Messi, porque Maradona tal cosa y tal otra”. Y ahí se desplegarán las distintas variantes. El nostálgico del carisma de Diego se quejará de que Messi no habla en la cancha y recordará el modo en que el Diego se parlaba a los árbitros, a los contrarios, a los jueces de línea. El añorante de su emotividad le reclamará a Messi que no canta el Himno y hará memoria acerca de cómo el viejo diez se carajeó con toda Italia por su ingrata silbatina. El melancólico de su pegada se lamentará de que Messi no le pega bien a la pelota y hará una rápida composición intitulada “Diego y los tiros libres”.
Al final, todos chasquearán la lengua, ladeando la cabeza, y murmurando “No me vas a comparar…”. Pues bien. Yo, en esos casos, pienso, casi a gritos: “¿Qué? ¡Si yo no dije nada! ¡Si el que los comparás sos vos!” Y esas son las situaciones en las que vuelvo a recordar esa escena de la película y me dan ganas de decirle, a Messi: “No te hagas cargo, flaco. No es tu culpa“.
No es culpa de Messi que Diego haya significado todo lo que significó. Ni es culpa de Messi tener otro carácter, otro estilo, otra manera de ser, otra manera de llevarse con sus compañeros o de andar la cancha. Messi no tiene por qué ser como Diego. Y mejor que no lo sea. Porque cada jugador –y cada persona– se merece ser lo que tenga ganas, o lo mejor que pueda, pero sin tener que mirarse cada día en el espejo inalcanzable de la admiración de los otros por alguien que no es él.
Si los argentinos nos empeñamos en que Messi tiene que ser como Maradona estamos, como tantas otras veces, equivocándonos. Porque nos perderemos de disfrutar al pibe que mejor juega al fútbol en la actualidad. Ahogados de añoranza, presos de la nostalgia, paralizados de historia, nos vamos a privar de disfrutar a ese pibe que, gracias a Dios, nació en Rosario y, de vez en cuando, se pone la camiseta argentina.
Yo no sé si en Brasil 2014 vamos a dar la vuelta gracias al talento de Leo. O en Rusia 2018, o en Qatar 2022, o en Saturno 2026. Ojalá que sí. Ojalá que Leo, alguna vez, me ponga en la obligación de deberle tanto como le debo al Diego por la alegría que me dio con la camiseta argentina.
Pero no quiero vivir pendiente de eso. No es culpa de Messi que los argentinos seamos incapaces de cerrar nuestro duelo con Diego, con su retiro, con su partida, con el hecho indubitable de que no juega más. Así que no le pega a la pelota como Diego. Perfecto. No tiene por qué. En una de esas, Leo lo sabe y por eso se asegura de limpiarse a cuanto marcador se le ponga enfrente para definir a menos de diez metros del arco. Así que no tiene el carisma de Diego para hacer declaraciones. Asunto de él. En una de esas, le tocó transitar una vida más apacible. Y feliz de él, si ese es el caso. Así que Messi no nos tiene en el subibaja emocional de Diego y sus caídas y sus resurrecciones. Asunto de él. Si al propio Diego yo le desearía una vida a salvo de los chismes, no puedo menos que alegrarme de que Messi pueda sortear esos escollos humillantes.
Yo no quiero naturalizar lo extraordinario. Cuando Messi encara a cuatro tipos que se escalonan para marcarlo en dos metros, el sentido común dice que por ahí no se puede pasar. Y el tipo pasa. Y cuando pone un pase de cirujano entre un revoleo infernal de patas para que un compañero haga el gol, y la pelota surge limpia al otro lado, emergiendo por donde se supone que no debería aparecer, yo quiero seguir asombrándome. No quiero decir “Ajá, mirá vos, lo hizo otra vez”. Quiero seguir con los pies en la tierra, y darme cuenta de que ese pibe acaba de hacer, otra vez, algo imposible para todos los demás.
No quiero arruinarme el presente por el peso del pasado. Yo no sé cuánto tiempo más voy a poder ver a este pibe extraordinario, aunque espero que esto dure muchos años.
Y la mejor manera de honrar lo que Diego hizo dentro de una cancha es, me parece, celebrar que en este país nuestro sigan surgiendo pibes que juegan mejor que el resto. Y que alguno, a la primera de cambio, se convierta en el mejor del mundo.
No me interesa comparar a Maradona con Messi. Primero porque la carrera de uno de los dos, como jugador, está terminada. Ha concluido. Es una obra completa, y a medida que se aleja en el tiempo uno puede verla en perspectiva. En mi caso, la veo para maravillarme y decirle gracias. En el caso de algunos otros, para mezquinarle parte de su grandeza con cosas que no tienen que ver con lo que el Diego hizo dentro de la cancha. Y en el de otros, para llenarse de esa nostalgia odiosa que parte de la base de que lo mejor que tenía que suceder ya sucedió, y lo único que nos toca en el futuro es sufrir y padecer que nunca más pase lo que pasó.
Messi, en cambio, tiene 25 años de edad y una década, si Dios quiere, para seguir jugando. Y yo no tengo ni idea de cómo van a ser esos años que vienen. Yo no necesito que Leo sea como Diego. Necesito que sea como Leo.
Para lo único que quiero poner, en la misma oración, a Diego Maradona y a Lionel Messi es para decir que los dos son de otro planeta, pero gracias a Dios nacieron acá, en este país que es el mío. Y ver jugar tipos así no puede menos que hacerme feliz. Y punto.
Por Eduardo Sacheri
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10/11/2012
Messi: el año de la consagración
¿Querían que Leo jugara en la Selección como en el Barcelona? Jugó. ¿Necesitaban que metiera muchos goles frente a selecciones chicas, medianas y grandes? Los metió. ¿Creían que jamás verían a un jugador argentino capaz de caminar al lado de Maradona en términos de admiración e idolatría? Lo vieron. Y en doce meses.
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Lecturas
Nota publicada en la edición de noviembre de 2012 de El Gráfico
Puede ser un artículo escrito bajo la excitación de alguien sobrepasado por el advenimiento de un fenómeno al que nadie creía posible, pero el 2012 de Lionel Messi en la Selección argentina, sumado al estado catatónico en el que quedamos después de cada una de sus funciones en el Barcelona, nos enfrenta a una disyuntiva impostergable, tal vez la más apasionante de los últimos 30 años del fútbol argentino: ¿Messi es mejor futbolista que Maradona?
Podrá tratarse de una pregunta maldita, un planteo que genera vértigo o la versión futbolera de una expresión psicoanalítica, la de matar al padre, pero también es la duda que en 2012, por primera vez, nos animamos a secretear con nuestros amigos o familiares de mayor confianza. Todavía nos la planteamos en un círculo reducido y en voz baja, como si cometiéramos una herejía y temiéramos que nos acusen de profanar al mito Diego, pero el primer paso está dado y no hay marcha atrás: lo que nos regaló Messi contra Uruguay (ese tiro libre) y Chile (esa pisadita) sirvió para que algunos dejáramos de reprimirnos y nos preguntáramos si lo imposible dejó de serlo. Nuestro sentido de la gratitud por los Mundiales de 1986 o 1990 o nuestra propulsión monoteísta nos anulaba esa opción, pero la Navidad de 2012 nos encontrará en un dilema incómodo.
El Messi que ahora también resplandece con la camiseta argentina es un iconoclasta: desafía la vieja autoridad de maestros y modelos. Si Maradona fue el Che Guevara del fútbol, Messi encarna al Mahatma Gandhi: su verdad no como grito rebelde sino como revolución pacífica. Y a la espera de conseguir la respuesta, si es que alguna vez la tenemos, nos permitimos una duda copernicana: ¿y si Messi no orbita alrededor de Maradona, sino al revés? ¿Y si a la Iglesia a la que canonizábamos como máxima verdad le surgió un nuevo mesías? Los Galileos tampoco suelen ser bienvenidos en el fútbol, un escenario de verdades presuntamente inmutables, pero si el descenso de River fue el equivalente deportivo a la caída de las Torres Gemelas, la quiebra de Lehman Brothers o la capitalización de China, o sea la efectivización de lo irreal, preguntarse Messi o Maradona ya no debe ser una temeridad, sino una gambeta al puritanismo que mantiene a las instituciones del fútbol en un perpetuo statu quo. No planteárselo, incluso, sería un acto de pacatería. Lo osado, lo desafiante y lo inescrupuloso con los límites establecidos no es la disyuntiva: es el juego de Messi.
Esta comparación no resistía antes de 2012. Fabuloso siempre en el Barcelona, cada vez más completo y con un instinto goleador superador en su equipo (arrancó con 0,40 de promedio de gol en la temporada 2007/08 y aumentó progresivamente a 0,74 en la 2008/09; 0,88 en la 2009/10; 0,96 en la 2010/11 y finalmente 1,22 en la 2011/12), Messi y la Selección eran hasta el año pasado las piezas de un rastri que no encajaban. Debutó con Argentina en 2005, en aquel partido contra Hungría en el que fue expulsado a los 47 segundos, acaso una premonición de la nube de lluvia que lo empezaría a perseguir. Su 2006 se resumió en aquella postal del banco de suplentes contra Alemania, con las medias bajas y la mirada de un turista, luego de la eliminación del Mundial y sin haber jugado el último partido, acaso el peor castigo para un competidor que en el Barça se resiste a ser reemplazado a los 89 minutos de un 5 a 0. En 2007 le hizo un gol de clarividente a México por la Copa América pero perdió la final contra Brasil. Seguía la magia negra: la energía no fluía.
En 2008, el festejo del oro olímpico en los Juegos de Pekín duró lo que una ensalada de lechuga a un león hambriento y a las pocas semanas casi todo el país (retroalimentado por varios formadores de opinión) bullía para reprobarlo en las Eliminatorias. El técnico también dudaba: Alfio Basile renunció en el último partido del año. El 2009, ya con Maradona, fue aun más desolador con el 1-6 ante Bolivia y la clasificación al Mundial en formato pesadilla y con un Messi convertido en un holograma.
En Sudáfrica 2010 no jugó mal pero le fue muy mal. Pateó al arco 30 veces: 15 remates desviados, 15 atajados y ningún gol.
En realidad, entre el 28 de marzo de 2009 (4-0 a Venezuela por las Eliminatorias) y el 7 de octubre de 2011 (4-1 a Chile, también por Eliminatorias, pero para Brasil 2014), Messi permaneció 16 partidos oficiales (¡16!) sin hacer un gol. Soslayando los amistosos jugados en el medio de esta sequía insólita, en total fueron siete fechas de Eliminatorias 2010, cinco del Mundial de Sudáfrica y cuatro de la Copa América 2011, torneo en el que la Pulga no les convirtió de local ni a Bolivia, ni a Colombia, ni a un Sub 23 de Costa Rica, ni a Uruguay.
Sobre el cuello de Messi colgaba el cartel de sospechoso: en cada partido, nuestras esposas o novias nos preguntaban por qué era un jugador de PlayStation en Barcelona y uno de Commodore 64 en la Selección. Se escribían editoriales lapidarias, los hinchas exigían la convocatoria de futbolistas locales y en septiembre de 2011, en un Monumental semivacío contra Bolivia, la gente ovacionó a Clemente Rodríguez por delante de Messi.
Pero todo cambió a partir del último partido de 2011, contra Colombia en Barranquilla, en lo que sería el prólogo para un 2012 maradoneano. Respaldado por un equipo mejor trabajado, y compartiendo ataque con Gonzalo Higuain, Sergio Agüero y Angel Di María, Messi finalmente empezó a quebrar récords también en la Argentina: a la espera del partido con Arabia Saudita, la Pulga alcanzó a Gabriel Batistuta como el futbolista con más goles convertidos en un año, 12, e incluso con mejor efectividad.
Mientras Bati necesitó 12 partidos (uno por fecha), Messi llegó a esta docena de festejos en los ocho encuentros que jugó en 2012 (1,50 por partido): en febrero le hizo tres a Suiza; en junio, uno a Ecuador y otros tres a Brasil; en agosto, uno a Alemania; en septiembre, uno a Paraguay; y en octubre, dos a Uruguay y uno a Chile. Solo no le convirtió a Perú, también en septiembre, lo que desnuda la dependencia tóxica de la Selección. Cada vez que Messi anotó en 2012, Argentina ganó. Y la única ocasión en que no hizo goles fue el único tropiezo del equipo. La Selección “europea” de Sabella, no la local, jugó 8 veces en el año con siete triunfos y un empate, justamente esa visita a Lima en la que Leo no anotó. Como Argentina sumó 23 tantos en 2012, y 12 fueron de Messi, la Pulga convirtió más que todos sus compañeros juntos: el 52% del total.
Los 19 goles en 63 partidos que Messi acumulaba en la Selección hasta el último día de 2011 (0,30% de efectividad) contrastan con los 12 festejos en ocho encuentros de 2012 (1,50%), lo que totaliza 31 festejos en 75 encuentros (0,41%). Y se vienen más récords: Messi ya quedó a tres de los 34 de Maradona (en 91 presencias; 0,37% de efectividad), a cuatro de los 35 de Crespo y, ya bastante más lejos, a 25 de los 56 de Batistuta.
Pero Messi en 2012 fue mucho más que una fábrica de goles. Su voracidad fue solo una parte de su juego. Somos muchos los que todavía sentimos la electricidad de ese arranque supersónico que tuvo en el primer tiempo del partido contra Uruguay, en Mendoza: una apilada sobre la derecha, varios rivales en el camino y una definición apenas desviada. Messi logró eso en 2012: que un día cualquiera, mientras estamos enfrente de la computadora o viajamos hacia el trabajo, nos sigamos emocionando con un gol que erró por centímetros.
En un país habituado a polémicas que nacen y mueren en la periferia del juego, Messi abrió un debate enriquecedor: la urgente comparación con Maradona solo será una disyuntiva deportiva. Lo emblemático queda fuera de discusión: Diego fue mucho más que un futbolista. El maestro inspirador de sueños, el héroe nacional, el vengador de la patria, el mito predestinado a convertir el mejor gol posible en el mejor escenario posible (ante Inglaterra en un Mundial, y no ante Getafe por la liga española) fue, es y será Maradona. Incluso si Messi sale campeón del mundo en Brasil 2014, una comparación simbólica con Diego lo dejará mal parado.
A Messi le falta ganar un Mundial, por supuesto, pero si discutir el genio y el talento fuera una colección de títulos, Maradona no podría estar por encima de Pelé: el brasileño ganó tres. El debate que abrió el 2012 de Messi en la Selección es otro: quién es mejor futbolista partido a partido, fecha a fecha. Los expertos dirán lo suyo. Mientras tanto, ya somos cada vez más los que una noche entre amigos, tomando una cerveza y mirando a la Selección, nos animamos a hacer la pregunta que nunca creímos posible...
Por Andrés Burgo
Puede ser un artículo escrito bajo la excitación de alguien sobrepasado por el advenimiento de un fenómeno al que nadie creía posible, pero el 2012 de Lionel Messi en la Selección argentina, sumado al estado catatónico en el que quedamos después de cada una de sus funciones en el Barcelona, nos enfrenta a una disyuntiva impostergable, tal vez la más apasionante de los últimos 30 años del fútbol argentino: ¿Messi es mejor futbolista que Maradona?
Podrá tratarse de una pregunta maldita, un planteo que genera vértigo o la versión futbolera de una expresión psicoanalítica, la de matar al padre, pero también es la duda que en 2012, por primera vez, nos animamos a secretear con nuestros amigos o familiares de mayor confianza. Todavía nos la planteamos en un círculo reducido y en voz baja, como si cometiéramos una herejía y temiéramos que nos acusen de profanar al mito Diego, pero el primer paso está dado y no hay marcha atrás: lo que nos regaló Messi contra Uruguay (ese tiro libre) y Chile (esa pisadita) sirvió para que algunos dejáramos de reprimirnos y nos preguntáramos si lo imposible dejó de serlo. Nuestro sentido de la gratitud por los Mundiales de 1986 o 1990 o nuestra propulsión monoteísta nos anulaba esa opción, pero la Navidad de 2012 nos encontrará en un dilema incómodo.
El Messi que ahora también resplandece con la camiseta argentina es un iconoclasta: desafía la vieja autoridad de maestros y modelos. Si Maradona fue el Che Guevara del fútbol, Messi encarna al Mahatma Gandhi: su verdad no como grito rebelde sino como revolución pacífica. Y a la espera de conseguir la respuesta, si es que alguna vez la tenemos, nos permitimos una duda copernicana: ¿y si Messi no orbita alrededor de Maradona, sino al revés? ¿Y si a la Iglesia a la que canonizábamos como máxima verdad le surgió un nuevo mesías? Los Galileos tampoco suelen ser bienvenidos en el fútbol, un escenario de verdades presuntamente inmutables, pero si el descenso de River fue el equivalente deportivo a la caída de las Torres Gemelas, la quiebra de Lehman Brothers o la capitalización de China, o sea la efectivización de lo irreal, preguntarse Messi o Maradona ya no debe ser una temeridad, sino una gambeta al puritanismo que mantiene a las instituciones del fútbol en un perpetuo statu quo. No planteárselo, incluso, sería un acto de pacatería. Lo osado, lo desafiante y lo inescrupuloso con los límites establecidos no es la disyuntiva: es el juego de Messi.
Esta comparación no resistía antes de 2012. Fabuloso siempre en el Barcelona, cada vez más completo y con un instinto goleador superador en su equipo (arrancó con 0,40 de promedio de gol en la temporada 2007/08 y aumentó progresivamente a 0,74 en la 2008/09; 0,88 en la 2009/10; 0,96 en la 2010/11 y finalmente 1,22 en la 2011/12), Messi y la Selección eran hasta el año pasado las piezas de un rastri que no encajaban. Debutó con Argentina en 2005, en aquel partido contra Hungría en el que fue expulsado a los 47 segundos, acaso una premonición de la nube de lluvia que lo empezaría a perseguir. Su 2006 se resumió en aquella postal del banco de suplentes contra Alemania, con las medias bajas y la mirada de un turista, luego de la eliminación del Mundial y sin haber jugado el último partido, acaso el peor castigo para un competidor que en el Barça se resiste a ser reemplazado a los 89 minutos de un 5 a 0. En 2007 le hizo un gol de clarividente a México por la Copa América pero perdió la final contra Brasil. Seguía la magia negra: la energía no fluía.
En 2008, el festejo del oro olímpico en los Juegos de Pekín duró lo que una ensalada de lechuga a un león hambriento y a las pocas semanas casi todo el país (retroalimentado por varios formadores de opinión) bullía para reprobarlo en las Eliminatorias. El técnico también dudaba: Alfio Basile renunció en el último partido del año. El 2009, ya con Maradona, fue aun más desolador con el 1-6 ante Bolivia y la clasificación al Mundial en formato pesadilla y con un Messi convertido en un holograma.
En Sudáfrica 2010 no jugó mal pero le fue muy mal. Pateó al arco 30 veces: 15 remates desviados, 15 atajados y ningún gol.
En realidad, entre el 28 de marzo de 2009 (4-0 a Venezuela por las Eliminatorias) y el 7 de octubre de 2011 (4-1 a Chile, también por Eliminatorias, pero para Brasil 2014), Messi permaneció 16 partidos oficiales (¡16!) sin hacer un gol. Soslayando los amistosos jugados en el medio de esta sequía insólita, en total fueron siete fechas de Eliminatorias 2010, cinco del Mundial de Sudáfrica y cuatro de la Copa América 2011, torneo en el que la Pulga no les convirtió de local ni a Bolivia, ni a Colombia, ni a un Sub 23 de Costa Rica, ni a Uruguay.
Sobre el cuello de Messi colgaba el cartel de sospechoso: en cada partido, nuestras esposas o novias nos preguntaban por qué era un jugador de PlayStation en Barcelona y uno de Commodore 64 en la Selección. Se escribían editoriales lapidarias, los hinchas exigían la convocatoria de futbolistas locales y en septiembre de 2011, en un Monumental semivacío contra Bolivia, la gente ovacionó a Clemente Rodríguez por delante de Messi.
Pero todo cambió a partir del último partido de 2011, contra Colombia en Barranquilla, en lo que sería el prólogo para un 2012 maradoneano. Respaldado por un equipo mejor trabajado, y compartiendo ataque con Gonzalo Higuain, Sergio Agüero y Angel Di María, Messi finalmente empezó a quebrar récords también en la Argentina: a la espera del partido con Arabia Saudita, la Pulga alcanzó a Gabriel Batistuta como el futbolista con más goles convertidos en un año, 12, e incluso con mejor efectividad.
Mientras Bati necesitó 12 partidos (uno por fecha), Messi llegó a esta docena de festejos en los ocho encuentros que jugó en 2012 (1,50 por partido): en febrero le hizo tres a Suiza; en junio, uno a Ecuador y otros tres a Brasil; en agosto, uno a Alemania; en septiembre, uno a Paraguay; y en octubre, dos a Uruguay y uno a Chile. Solo no le convirtió a Perú, también en septiembre, lo que desnuda la dependencia tóxica de la Selección. Cada vez que Messi anotó en 2012, Argentina ganó. Y la única ocasión en que no hizo goles fue el único tropiezo del equipo. La Selección “europea” de Sabella, no la local, jugó 8 veces en el año con siete triunfos y un empate, justamente esa visita a Lima en la que Leo no anotó. Como Argentina sumó 23 tantos en 2012, y 12 fueron de Messi, la Pulga convirtió más que todos sus compañeros juntos: el 52% del total.
Los 19 goles en 63 partidos que Messi acumulaba en la Selección hasta el último día de 2011 (0,30% de efectividad) contrastan con los 12 festejos en ocho encuentros de 2012 (1,50%), lo que totaliza 31 festejos en 75 encuentros (0,41%). Y se vienen más récords: Messi ya quedó a tres de los 34 de Maradona (en 91 presencias; 0,37% de efectividad), a cuatro de los 35 de Crespo y, ya bastante más lejos, a 25 de los 56 de Batistuta.
Pero Messi en 2012 fue mucho más que una fábrica de goles. Su voracidad fue solo una parte de su juego. Somos muchos los que todavía sentimos la electricidad de ese arranque supersónico que tuvo en el primer tiempo del partido contra Uruguay, en Mendoza: una apilada sobre la derecha, varios rivales en el camino y una definición apenas desviada. Messi logró eso en 2012: que un día cualquiera, mientras estamos enfrente de la computadora o viajamos hacia el trabajo, nos sigamos emocionando con un gol que erró por centímetros.
En un país habituado a polémicas que nacen y mueren en la periferia del juego, Messi abrió un debate enriquecedor: la urgente comparación con Maradona solo será una disyuntiva deportiva. Lo emblemático queda fuera de discusión: Diego fue mucho más que un futbolista. El maestro inspirador de sueños, el héroe nacional, el vengador de la patria, el mito predestinado a convertir el mejor gol posible en el mejor escenario posible (ante Inglaterra en un Mundial, y no ante Getafe por la liga española) fue, es y será Maradona. Incluso si Messi sale campeón del mundo en Brasil 2014, una comparación simbólica con Diego lo dejará mal parado.
A Messi le falta ganar un Mundial, por supuesto, pero si discutir el genio y el talento fuera una colección de títulos, Maradona no podría estar por encima de Pelé: el brasileño ganó tres. El debate que abrió el 2012 de Messi en la Selección es otro: quién es mejor futbolista partido a partido, fecha a fecha. Los expertos dirán lo suyo. Mientras tanto, ya somos cada vez más los que una noche entre amigos, tomando una cerveza y mirando a la Selección, nos animamos a hacer la pregunta que nunca creímos posible...
Por Andrés Burgo
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