lunes, 8 de febrero de 2010

Bayly y la joven...

Anoche vi algo que el francotirador ya habia relatado en sus columnas, que tenia una amante joven, cosa que todo mundo miraria escandalizado, pero que en el fondo envidian, quien no quiere estar con una deshinhibida joven??? ... lo unico que yo digo es que pobres los padres de la chica, a la cual se le ve confundida, mas que al confundido escritor, y con lo cual si a mi me pasase (o mejor dicho a mi hija) pues diria que es culpa mia! Enteramente mia, x no haberte dado la suficiente confianza y ni haberte orientado para que te manejes con lucidez... Esto va para mi hijita, pues yo mataria al escritor si me pasase: Te amo mucho y espero estar a la altura...

Y si me pasase lo del escritor, pues a disfrutar se ha dicho jajajajajaja!!!!

La doble moral le puede pasar factura. El problema de Bayly es qeu hace muchas cosas con irresposabilidad, igual que los politicos, solo que este lo dice abiertamente, sin embargo no deja de delatar que en muchos momentos fuera lo trivial que Bayly puede llegar a ser, es vengativo y desleal, pues habla y cuenta todo a lo Truman Capote., aqui no le juega nada malo, pero afuera va a llegar un momento en que lo haran de lado, hace bien en ahorrar...Ese es el perfil de un presidente?? Hmm creo que Bayly le roba votos a Humala, aqui la gente no vota en general x izquierdas ni derechas, Vota por Establishment (normalmente de centro y de derecha) y por el duro (a veces antisistema a veces militar a veces dictador) y yo creo qeu le resta votos al duro, A Humala x ejemplo.

No creo que salga, votare por el, pero tampoco totalmente convencido, por lo menos es liberal, y por lo menos Enrique Ghersi esta detras. Sin embargo seamos concientes, este tipo tambien es un loco, tambien es un inmoral, y lamentablemente es mucho mejor persona que todos los candidatos que se presentan. Lo cual como dice Hildebrant, es tristemente real.

Chau.

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PAPELES PERDIDOS JAIME BAYLY

8 de Diciembre del 2008





LIMA Hay una chica en mi cama y es lunes y en dos horas tengo que dejar el hotel y correr a darle un beso a mi hija menor que está enferma y luego correr en medio del tráfico espeso y caótico de Lima para llegar a tiempo a tomar el vuelo de regreso a la isla.

La chica sabe que he reservado esas dos horas con ella y que no tengo un minuto más, sabe que he llegado a Lima el día anterior y no he podido verla porque he estado enredado en compromisos familiares y grabaciones en el canal de televisión. La chica también sabe que esa mañana no he podido verla porque he acudido a una dependencia policial a someterme a un interrogatorio derivado de la querella que ha planteado contra mí una señora ignorante y codiciosa que se niega a aceptar que el tiempo nos corroe a todos y la televisión es una fiesta que no dura para siempre.

La chica está callada y por eso me gusta. La chica ha dejado a su novio y me ha ido a buscar al estudio de televisión varios domingos seguidos y me ha regalado fotos suyas (algunas muy perturbadoras, en el mejor sentido) y me ha dicho que sólo quiere ser mi amiga, sabiendo que eso es imposible y que es demasiado joven y deseable como para que yo me resigne a ser su amigo. La chica ha abandonado la universidad, ha conseguido que yo pague todo el semestre para que su padre no se entere de que ya no estudia filosofía, se ha matriculado en un taller literario dictado por dos escritores que se han pasado la vida diciendo que soy un escritor malo o incluso pésimo, y me ha dado a leer algunos cuentos que ella ha escrito, unos cuentos que me han gustado mucho, tanto que le he prometido que quizá algún día los publicaré en un libro que me gustaría titular "Pajas", título que a ella le gusta también.

Los cuentos son todos muy personales y suelen narrar las peleas que ella tiene con su madre, que es adicta a las pastillas, y con su padre, que es alcohólico y sin embargo jugador de frontón, y con su ex novio, que la acosa por teléfono y le ruega que vuelva con él y alivia su tristeza visitando prostíbulos, cosa que él inexplicablemente le cuenta y a ella le da asco y ganas de no verlo más.

La chica y yo nos hemos visto varias veces en ese mismo hotel de Lima y nos hemos besado y tocado y ella ha cumplido con perfecta sumisión las bajezas que le he ordenado, pero no se podría decir que hemos hecho el amor, han sido sólo unos breves encuentros en los que la amistad, sus cuentos tristes y el deseo se han entremezclado y han terminado siempre conmigo metiendo dólares en su cartera para que pueda pagar el taller literario que dictan los escritores que se consideran infinitamente superiores a mí y no pierden ocasión de despedazar cada novela que publico.

Esta noche, sin embargo, y tal vez porque sabemos que sólo disponemos de dos horas, las cosas ocurren como si tuviesen que ocurrir, como si estuviesen escritas en un guión: nos besamos, nos quitamos la ropa y le pregunto si debo ponerme un condón y ella me dice que no, que toma pastillas, y sin perder tiempo se sienta a horcajadas sobre mí y cabalga mientras yo tiro de sus pelos rubios y pienso si será verdad que toma pastillas y si debo terminar en ella corriendo el riesgo de dejarla embarazada a sus apenas diecinueve años y yo con una hija de quince que es más alta que esa chica que está agitándose sobre mí.

Como suele ocurrirme en esos momentos, me abandono a la fortuna que me reserve el destino y entonces hacemos el amor, sólo que es un acto breve, desesperado, impregnado de una extraña tristeza, porque ambos sabemos que no nos veremos en un tiempo largo y quizá no nos veremos nunca más.

Después, mientras ella se viste, meto mis cosas atropelladamente en el maletín de mano, llamo al botones, pago la cuenta, la subo a un taxi sin darle siquiera un beso y subo a la camioneta y manejo como un suicida para llegar a tiempo a darle un beso a mi hija enferma con cuarenta de fiebre y luego a subirme al vuelo que me instalará de vuelta en la vida sedentaria y cálida de la isla, lejos de mis hijas, de mi madre, de mi chica callada y tal vez ahora embarazada.

Porque ocurre enseguida lo que era predecible: la chica me escribe preguntándome si tengo sida. Le digo que no. Me pregunta cómo estoy tan seguro. Le digo que estoy seguro. Le pregunto si es verdad que toma pastillas. Me asegura que sí. Le digo que no le creo. Le digo que seguramente ya está embarazada. Le digo que si está embarazada me encantaría tener un hijo con ella. Me dice que no está embarazada y que si lo estuviera abortaría sin pensarlo dos veces. Deja de escribirme unos días. Luego me escribe y me dice que le vino la regla. No sé si creerle. En todo caso, sé que no quiero verla en un tiempo. No quiero más enredos amorosos en mi vida. Se lo digo: Quiero estar solo, radicalmente solo, no me escribas más, no vayas a verme al canal, no me busques en el hotel.

La chica me dice que soy un egocéntrico y un vanidoso (usa esas dos palabras) y que sólo una persona tan egocéntrica y vanidosa es capaz de hacerle lo que yo le hice: llamarla al hotel, tener sexo apurado con ella, subirla a un taxi y decirle que no quiero verla por un tiempo indefinido. Le digo que probablemente tiene razón, pero que no olvide que puedo ser generoso además de vanidoso porque pagué todo el semestre que ella dejó de ir a la universidad, mintiéndoles a sus padres.

La chica es preciosa y escribe bien y cuando veo sus fotos tal vez la extraño y pienso en ella haciéndome el amor, en llevarla de viaje a una playa y disfrutar abusivamente de su cuerpo casi adolescente. Le pregunto si está dispuesta a viajar conmigo escapando de Lima en las fiestas de fin de año. Me dice que sí. Luego me manda un cuento en el que recrea la escena del hotel: ella es la inocente aspirante a artista que ha caído en la emboscada que le ha tendido vilmente el escritor egocéntrico, que después de usar de su cuerpo le mete plata en la cartera como si fuera una prostituta, lo que a ella le resulta humillante. Le escribo diciéndole que ya no tengo ganas de seguir leyendo sus cuentos y que si mi plata le resulta humillante, debió decírmelo y no aceptarla en silencio y luego quejarse escribiendo cuentos sobre su vida torturada para que sus profesores del taller la elogien, sospechando que ese egocéntrico que compra las caricias y los labios de aquella pobre chica soy yo, el escritor frívolo que ellos detestan.

La historia con la chica que me dijo que quería ser sólo mi amiga y dejó a su novio y la universidad para ser escritora y que me miraba desde una esquina del estudio de televisión todos los domingos con un aire de superioridad, como diciéndome que mi programa era un adefesio y yo no merecía a una chica tan joven y bella como ella, parece haber terminado de momento, y terminado mal, como suelen terminar estas historias, porque ella me ha dicho que soy peor aún de lo que parezco en televisión y yo le he dicho que no me interesa leer sus cuentos ni verla más y ella me ha preguntado ¿y no vas a cumplir tu promesa de publicar mis cuentos? y yo le he dicho que las malas personas rara vez cumplen sus promesas y que ella supo desde el primer domingo que fue a sonreírme coqueta al estudio que yo era una mala persona y no sería su amigo sino su amante mercenario y delator.

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Lun. 16 feb '09La policía viene a mi casa
Autor: Jaime Bayly

Regreso a casa después de pasar cuatro días en un hospital. El médico me dijo que sería una operación sencilla, que esa misma noche volvería a casa, pero las cosas se complicaron y tuvieron que operarme de nuevo y me dejaron internado cuatro noches, soportando los chillidos de las enfermeras en el parlante del cuarto (lo mismo que cuando vas en un taxi y escuchas las conversaciones de la central con las unidades) y entubado a una bolsa de suero a la que añadían una forma suave de morfina cada cuatro horas para aliviar el dolor. Sonaba el teléfono pero no podía pararme a contestarlo.

Tampoco podía ir al baño y una enfermera me amenazaba con meterme un tubo por la 'poronga’ para sacarme ríos de orín. Una tarde vino una señora parecida a mi madre, me puso un crucifijo rojo en el pecho y rezó por mi alma. Esa noche meé con el crucifijo haciendo un péndulo sobre mi 'poronga’ asustada.

Salí en silla de ruedas del hospital. Demoraron una hora en traer la maldita silla. Si salía caminando ya estaría en la isla, refunfuñé, cuando llegó la enfermera con la silla. Me dejó afuera del hospital. Me preguntó si vendrían a recogerme. Le dije que sí. Era mentira. Cuando se fue, me puse de pie y caminé sin saber adónde había dejado el auto. La luz del sol me cegaba. A duras penas podía cargar el bolso. Caminé sintiendo cada paso, como si me hubieran violado todos los reos de un penal de máxima seguridad, y subí unas escaleras que se me hicieron eternas, y luego caminé extraviado por la playa de estacionamiento. Esa fue la peor parte, aún peor que los dolores que me atacaron después de la primera operación fallida. (“Fue mi culpa”, me dijo el doctor, con una franqueza inesperada. “Corté mal. Nunca fallo y con usted me viene a pasar”. “No se preocupe”, le dije. “No lo voy a enjuiciar”). Cuando encontré el auto, cubierto por una fina capa de polvo, fue un alivio, sentí que estaba un paso más cerca de casa.

Los doctores me habían dicho que no podía manejar, que estaba aturdido por las drogas, pero si en algo tengo experiencia es en manejar aturdido por las drogas. Manejé despacio, sintiendo cada hueco de la pista en la panza revuelta y agujerada, hasta llegar a casa. Al acercarme a la puerta, encontré una tarjeta que decía: “Detective Héctor Hernández, Policía de Sunrise. Por favor, llámeme lo más pronto posible”. Luego había escrito dos teléfonos en tinta negra.

Entré a la casa, que todavía olía a vómito, y llamé al detective.
–Necesito hablar con usted de un asunto delicado –me dijo en inglés.
–Encantado –le dije–. Cuando usted quiera.
–¿Puede venir mañana a la estación?
–Lo siento, pero eso no será posible. Me han operado hace unos días y acaban de dejarme salir del hospital. No puedo moverme de casa.
–¿Le molesta si paso por su casa mañana?
–Lo espero mañana.
–¿A qué hora le conviene más?
–Después de la una, si no le molesta.
–Mañana a la una, entonces –dijo el detective.
–¿Puedo preguntarle de qué se trata?
–Es un asunto delicado. Tenemos pruebas que lo incriminan. Debemos tratarlo personalmente.
–Lo espero mañana entonces.

El detective jugaba a hacerse el misterioso y yo no sabía qué pruebas tenía contra mí, además de todas las que yo podía darle.

Me eché en una de las camas de arriba y soñé que un coro de ángeles gays ponía en escena un musical maravilloso para mí, que mis ángeles gays del techo me daban la bienvenida. Era todo muy blanco, muy feliz, muy gay. Fue el mejor sueño de mi vida, mejor incluso que cuando soñé que volaba.

Al día siguiente a la una, estaba sentado en la sala, esperando a la policía. A la una y media pude ver que un auto marrón, sin identificación policial, aparcó al lado del mío. Bajaron un hombre y una mujer. Cuando se acercaron a la puerta, los esperaba de pie, con la puerta abierta. Los hice pasar. Les invité algo de tomar. Declinaron. Nos sentamos en la sala. El hombre se sentó más cerca de mí. La mujer era idéntica a Ellen DeGeneres. El hombre era calvo, de bigotes y no se sacó sus gafas de sol. Debía ser Hernández. Dijo:

–Tenemos pruebas de que usted estuvo la tarde del sábado 24 de enero en un hotel de Sunrise con una menor de edad.
Luego me enseñó unas fotos. Allí estábamos Lucía y yo, entrando o saliendo del hotel rosadito al que fuimos a ducharnos y a escuchar las canciones que ella me quería hacer oír.
–Sí, recuerdo esa tarde –dije–. Somos Lucía y yo.
–Encontraron manchas de sangre en la habitación –dijo la mujer, que nunca me dijo su nombre y a la que yo quería preguntar si era hermana o pariente lejana de Ellen, porque no podía ser tan parecida no siendo de su familia.
–Sí, recuerdo las manchas –dije.
–¿Qué edad tiene su amiga? –preguntó el detective.
–Veinte años –respondí–. Nació en noviembre de 1988. Podría ser mi hija. Yo nací en febrero de 1965.

En ese momento no supe cuáles serían las consecuencias legales de mi declaración. Solo supe que había dicho la verdad. Si era un crimen para la policía de Sunrise, Florida, tener relaciones sexuales mutuamente consentidas con una chica de veinte años, enfrentaría las consecuencias con la misma humilde resignación con la que acepté, contrariando mi instinto paranoico, que unos extraños revolviesen mi estómago en el hospital.

–Necesitamos hablar con la sospechosa –dijo la mujer.
Odié que usara esa palabra, “sospechosa”.
–Se llama Lucía Martínez del Prado –le dije–. Está en Lima. ¿Quiere que la llame?
–No –intervino el detective–. Necesitamos ir a su casa.
–No vive acá –dije–. Estaba de visita con sus padres. Se quedaron en casa de su hermana.
–¿Dónde vive su hermana? –preguntó la mujer.
–No lo recuerdo –dije–. Pero cerca del hotel. ¿Quiere que llame a Lucía y le pregunte?
–Por favor –dijo la mujer.

Llamé al celular de Lucía en Lima y le conté que había dos policías en mi casa preguntándome su edad y la dirección de su hermana en Miami. Puse el altavoz. Lucía confirmó que tenía veinte años. Luego buscó su agenda y les dio a los policías el teléfono y la dirección de su hermana Pilar, en Sunrise.

–La policía me dice que voy a ir preso por hacer el amor contigo –me arriesgué–. Yo les he pedido que si me llevan preso, que vayamos juntos, porque tú eres cómplice del delito.

Lucía soltó una carcajada. Los policías se rieron. Fue un alivio. Fue el mejor momento en mucho tiempo. Nunca deseé tanto que una broma tuviera éxito. Las risas de la policía fueron las mejores que he oído en años. Valió la pena arriesgarse a hacer la broma. Se rompió el hielo. Algo humano se instaló entre nosotros. Me despedí de Lucía, le dije que todo estaría bien, que no se preocupase.

–Por favor explíquenos las manchas de sangre –me pidió la mujer.
Me pareció una pregunta insólita, viniendo de una mujer. Pensé que a su edad ya debería saber que las mujeres adultas, cada mes, se manchan un poco de sangre. Se lo expliqué:

–Estaba menstruando.
–¿No era virgen? –preguntó el detective.
No entendí la naturaleza de la pregunta, a no ser por el morbo puro de un varón.
–No –dije–. No era virgen.
Casi añadí: “Lamento decepcionarlo”. Pero no quise jugar con fuego.
–Muy bien –dijo la mujer–. Iremos a hablar con la hermana. Si ella confirma la edad, no habrá ningún problema.
–Es que Lucía tiene cara de niña –dije–. Más de una vez nos han visto juntos y han pensado que era mi hija. Puedo comprender el malentendido.
–Nos llamaron del hotel –explicó el detective–. Nos dijeron que lo habían visto con una menor. Nos dijeron que habían encontrado sangre en las sábanas. Vimos los videos. Parece una menor. Tenemos que investigar.
–Comprendo –dije–. No hay problema.
–Además, leímos su artículo en el periódico –dijo la mujer–. Usted contaba que tuvo relaciones con una chica que parecía su hija. Y no precisaba la edad.

–Comprendo –dije, sorprendido de que la policía leyera mis artículos como parte de sus investigaciones de rutina (aprovecho para saludarlos si me están leyendo ahora: en casa siempre serán bienvenidos, aun si vienen a arrestarme, que ya me arrestaron cuatro días los médicos sin acusarme de ningún crimen, salvo el de tomar pastillas sin pedir permiso).

Antes de que se fueran, les dije a los detectives:
–Le advertí a Lucía que no se acercara a mí, que solo le traería problemas.
Me escucharon atentamente.
–Le dije que siempre meto en problemas a la gente a la que quiero. Pero no me hizo caso. Dejó la universidad. Quiere ser escritora. Está escribiendo una novela.
Siguieron escuchando a la espera de una confesión que les ahorrase el interrogatorio a la hermana.
–Yo soy escritor. Ella me conoció leyéndome. Yo le dije que la tarea de un escritor consiste en contar humildemente las historias que la vida le trae. Ahora creo que ustedes han entrado sin querer a la novela de Lucía.
Se miraron, sorprendidos o asustados o ambas cosas, me dieron la mano y subieron a su horrible auto marrón. Yo subí a duras penas las escaleras, tomé pastillas contra el dolor y me quedé esperando a que alguien, la policía de Sunrise o los ángeles gays o quienquiera que fuese, viniese a llevarme a un lugar distinto de este.

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Lun. 15 jun '09No debiste leer mis correos
Autor: Jaime Bayly

Enterado de que mi salud no daba señales de mejorar, Martín subió a un avión en Buenos Aires y vino a verme a Barcelona.

No me dijo nada, me dio una sorpresa, apareció de pronto en el hotel Claris.

Fue un indudable gesto de amor y quizás también una imprudencia, como suelen ser los gestos de amor.

Una vez que durmió lo que tenía que dormir y lloró lo que tenía que llorar, insistió en internarme en una clínica de desintoxicación. Le dije que si alguien terminaría en una clínica, sería él, no yo, y que si había venido a darme sermones, mejor subía al séptimo piso y se daba un baño en la piscina.

Quien subió a la piscina fui yo. Martín se quedó en mi cuarto. Subí con todas mis pastillas, temeroso de que él las tirase al inodoro. Ya en la piscina, las dejé a la sombra, para que no las dañase el calor. Nunca imaginé que cuidaría a mis pastillas como si fuesen mis hijas.

Despistado como soy, dejé abierto mi correo electrónico. Martín lo encontró abierto y procedió a leer todos los que le parecían sospechosos (que no eran pocos). No podría decir que hizo mal en violar mi intimidad. Yo hubiera hecho lo mismo si él subía a la piscina y dejaba abierto su correo. Es lo normal. Es lo humano. Es lo que alguien hace por amor o por celos, que es casi lo mismo.

Mi madre solía decirme que uno nunca debe hacer en privado lo que no se atrevería a confesar en público. Yo le hice caso y terminé confesándolo todo, incluso lo que no hice en privado pero me inventé para darle un poco de colorido a mi opaca biografía. Lo que mi madre no le dijo a Martín (porque no lo conoce ni quiere conocerlo) es que uno nunca debería leer lo que sabe que le hará daño. Y leer los correos de la persona a la que amas o crees amar es algo que con seguridad te hará daño. Porque todos guardamos secretos, todos tenemos derecho a guardar secretos. Y esos secretos suelen estar encerrados en los correos electrónicos que protegemos malamente con una contraseña que a veces olvidamos o que cualquier intruso más o menos avezado (no digamos Lisbeth Slander) podría leer sin mayor esfuerzo.
Fue así como Martín leyó los correos que me había escrito Lucía desde Lima y los que yo le había respondido desde lugares inciertos.
Lucía me había escrito: No te preocupes. No estoy embarazada. Ya tengo cólicos. Seguro que la regla me viene la próxima semana.
Yo le había escrito: Ojalá no te venga. Ojalá los cólicos sean las pataditas de mini-James.
Lucía me había escrito: No seas tonto. Lo último que quiero es quedar embarazada. Tendría que escapar de esta ciudad.
Yo le había escrito: Lo último que quiero antes de irme es tener un hijo contigo. Estás chiflada. Sería un honor tener un hijo contigo.
Lucía me había escrito: Estoy asustada. No me viene la regla.
Yo le había escrito: No tengas miedo. Todo va a estar bien. Pasará lo que tenga que pasar. Deja que las cosas fluyan. No vayas contra la corriente. Si estás embarazada, no será un problema, será una aventura fantástica.
Lucía me había escrito: No estoy embarazada. Estoy asustada. Y si estoy embarazada, no pienso tener un hijo. Soy demasiado joven para tener un hijo. Y tú no vivirás mucho tiempo más. No quiero tener un hijo sin padre. Si estoy embarazada, tendrás que llevarme a abortar.
Yo le había escrito: Será lo que tú quieras. Cuenta conmigo en cualquier caso. Pero me romperías el corazón si abortases. No puedes hacerle eso a James. No lo merece. Yo viviré en él. Me tendrás siempre a tu lado. Y beberé tu leche. Y eructaré en tus hombros. Por favor no pienses en abortar. Sería un error.
Lucía me había escrito: Tienes razón. A la mierda con todo. Si estoy embarazada, lo tendremos y se llamará James. Te quiero.
Yo le había escrito: Yo te quiero más. Cuento los días para que no te venga la regla.
Martín leyó todo eso y cuando entré al cuarto en bañador y sandalias me preguntó:
-¿Estás enamorado de Lucía?
Le dije:
-No.
Me preguntó:
-¿Has hecho el amor con ella?
Le dije:
-No.
Me dijo:
-Me voy. Esto se terminó. Eres un mentiroso.
Luego me contó llorando que había leído mis correos. Le dije que había hecho bien, que yo hubiera hecho lo mismo. Me preguntó:
-¿Quieres tener un hijo con ella?
Le dije:
-No.
Me preguntó:
-¿Quieres que le venga la regla?
Le dije:
-Creo que no.
Me dijo:
-No te entiendo.
Le dije:
-Yo tampoco me entiendo. Lucía no estaba en mis planes. Pero me da ilusión tener un hijo con ella.
Me preguntó:
-¿Y si es una hija?
Le dije:
-Igual. Sería genial. Una cachorrita loca. Que ande sin zapatos y con piojos y comiéndose los mocos. Fantástico.
Es cierto que Lucía no estaba en mis planes. Se metió lenta y cuidadosamente en mi vida, y luego yo me metí lenta y no tan cuidadosamente en ella. Ahora ella no tiene planes porque no sabe si está embarazada y yo no dejo de hacer planes pensando dónde debe nacer el bebé y cómo puedo ayudarla.
Martín me preguntó:
-¿Es la primera vez que haces el amor con ella?
Le dije:
-Sí.
Me preguntó:
-¿Antes no se asustaron porque no le venía la regla?
Le dije:
-No.
Me dijo:
-Mientes.
Le dije:
-No tendría por qué mentirte.
Me dijo:
-Cuando estuviste en Buenos Aires por mi cumpleaños, leí tus correos y allí le decías que no querías que le viniera la regla y ella te decía que tenía miedo de estar embarazada.
Le dije:
-Es cierto. Ahora que lo recuerdo, fue así.
Me preguntó:
-¿O sea que no es la primera vez que hacen el amor y no es la primera vez que lo hacen sin cuidarse?
Le dije:
-No. Nunca me cuido. A estas alturas no tendría sentido.
Me preguntó:
-¿O sea que quieres tener un hijo?
Le dije:
-Digamos que sí. Y digamos que si tuviera que elegir a la mamá, sería Lucía.
Me dijo:
-Estás loco. Eres un irresponsable. Eres un mitómano. Esto se acabó. Me voy.
Por supuesto, no se fue. Terminamos haciendo el amor, que es otra manera de irse.
Me preguntó:
-¿La amas?
Le dije:
-No.
Me preguntó:
-¿Me amas?
Le dije:
-Claro.
Que es lo mismo que le hubiera dicho a Lucía, si me preguntaba esas cosas.
Uno nunca es una sola persona. Uno es todas las personas a las que ama. Uno es todas las personas a las que miente para terminar amando. Uno es todos los orgasmos que procuró a las personas que amó.
Martín me pidió dos pastillas para dormir y se fue a su cuarto con aire triste.
Lucía me escribió: No me viene la regla, estoy aterrada, no sé cómo se lo diría a mis papás.
Yo le escribí: Escritora maldita de los cojones. Te amo. La regla nunca viene cuando debe venir. Esa es la excepción a la regla. Según mi propia experiencia, la regla es la siguiente: la regla no te viene cuando quieres que te venga. Ésa es la regla.
Lucía me escribió: ¿Dónde lo tendríamos?
Yo le escribí: Donde quieras.
Lucía me escribió: ¿Y si quiero que sea en Lima?
Yo le escribí: En Lima será.
Lucía me escribió: ¿Pero tú estarás?
Yo le escribí: Me encantaría. Pero conmigo nunca se sabe.
Lucía me escribió: Si no estás, te mato.
Yo le escribí: Si no estoy, es que ya no estoy.
Lucía me escribió: Te prohíbo que te mueras antes de que nazca James.
Yo le escribí: Te prohíbo que te mueras.
Cuando Martín despertó, salimos a caminar por el paseo de Gracia y terminamos viendo una película francesa. Como era previsible, alguien se mata por amor. Como era previsible, Martín me reprochó por llevarlo a ver películas tristes. Cuando llegamos al hotel, nos metimos a la piscina, ya de noche.
Martín me dijo:
-Tu problema es que quieres ser todo a la vez. Y no se puede. Por querer ser todo, no vas a ser nada y te vas a morir.
Le dije:
-Yo sólo quiero ser Lisbeth Slander.
Me dijo:
-Imposible. Eres demasiado distraído. Lisbeth Slander nunca dejaría que su amante lea sus correos.
Me reí. Le dije:
-Tienes razón. Pero al menos soy bisexual como ella.
Me dijo:
-Eso no tiene ningún mérito.
Le dije:
Te equivocas. Tiene mucho mérito.
Me dijo:
-Te amo, Lisbeth.
Le dije:
-Si no estoy cuando nace James, quiero que seas el padrino.
Me dijo:
-Ni en pedo. Si no estás, yo tampoco estaré.

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Lun. 14 sep '09Los hechos consumados
Autor: Jaime Bayly

Estos son los hechos:
Mi chico está en Nueva York. Es finales de julio. Se ha encontrado con su madre. Están de compras. (Cuando digo que es “mi chico”, entiéndase que es un amigo con el que ocasionalmente tenemos encuentros íntimos. Entiéndase que no por ser “mi chico” es mi pareja o mi novio o que vive conmigo. Entiéndase que el uso de la expresión “mi chico” no entraña la certeza o el afán de posesión sobre su vida, sino, al contrario, un cariño fraternal exento de toda rigidez o formalidad, un amor libre, liberal y libertino).
Mi chica está en Lima. Me escribe diciéndome que viajará a Miami para ver el concierto de Arjona. (Cuando digo que es “mi chica”, entiéndase que es una amiga con la que esporádicamente nos permitimos ciertos juegos sexuales. Entiéndase que no es mi pareja o mi novia o que vivimos juntos. Entiéndase que ella no desea ser mi pareja o mi novia o vivir conmigo en modo alguno. Entiéndase que “mi chica” es una expresión laxa, amplia, que equivale a decir mi amiga traviesa, libre, liberal y libertina. Entiéndase, por tanto, que así como es “mi chica”, es también la chica de otros hombres).

Mis hijas y su madre están conmigo en Miami, de vacaciones. Mis hijas me quieren y sobre ello no convendría dudar, pero es igualmente indudable que disfrutan más de sus vacaciones en compañía de su madre, y por eso han viajado con ella (y no conmigo) a varias ciudades de Estados Unidos. Lo que demuestra que “mis hijas”, siendo “mis hijas”, no son “mías”. Son ellas, son personas libres, liberadas crecientemente de mí, que definen su identidad y su carácter en esos saludables gestos de rebeldía, en unas decisiones individuales en las que tácitamente me hacen saber que, si bien son “mis hijas”, no son ni desean ser “mías” (y si alguien en todo caso pertenece al otro, soy yo “de ellas” y no ellas “de mí”).

Mi chica llega a Miami decidida a ver el concierto de Arjona.
Arjona viene a mi programa de televisión y es amable conmigo.
El publicista de Arjona me invita al concierto.
Mis hijas me dicen que no quieren ir al concierto de Arjona.
Mi chica me pregunta si puedo conseguirle una entrada para ir al concierto de Arjona.
Le pregunto al publicista cuántas entradas me puede regalar. Me dice que dos. Le digo a mi chica que podemos ir juntos. No les digo a mis hijas ni a su madre ni a mi chico que iré al concierto de Arjona con mi chica. Les digo que iré solo.
Voy al concierto de Arjona con mi chica. Después me despido de ella. No sabemos cuándo nos volveremos a ver.
Viajo a Nueva York. Me encuentro con mi chico. No le digo que fui al concierto de Arjona con mi chica. Le digo que fui solo. Se sorprende. Le digo que lo hice para corresponder el gesto generoso que tuvo Arjona al venir a mi programa.
Viajo con mi chico a Copenhague. En el hotel, mi chico lee un correo de mi chica y se molesta con ella y conmigo. Le escribo a mi chica pidiéndole que no me escriba por dos semanas, mientras esté con mi chico en Europa. No me escribe.
Mi chico no quiere a mi chica porque ella pudo haber quedado embarazada de mí en dos ocasiones y eso le parece irresponsable o calculador, en cualquier caso le parece mal, le parece que una mujer en sus cabales no se pondría en esa situación de riesgo conmigo.
Mi chica sí quiere a mi chico o eso es lo que ella me dice y yo le creo.
Mi chico regresa a Buenos Aires.
Yo le digo que no le veré en tres meses, que necesito dejar de verlo un tiempo para volver a extrañarlo.
Voy una semana a Lima y no llamo a mi chica ni contesto sus correos porque no tengo ganas de verla.

Esa misma semana mi chico recibe un mensaje en su página de Facebook. El mensaje está firmado por “Escritora Maldita”. El mensaje cuenta con detalles la noche en que mi chica fue al concierto de Arjona conmigo. Mi chico asume que es mi chica quien ha escrito ese mensaje para darle celos, que es ella quien ha firmado como “Escritora Maldita”.

Durante la semana que estoy en Lima, mi chico no me cuenta que ha recibido ese mensaje, no me pregunta si fui al concierto de Arjona con mi chica, me llama todas las noches preguntándome dónde estoy, con quién estoy, sospechando que le estoy mintiendo y que estoy con mi chica, cuando no estoy con ella.

Tenía previsto viajar a Miami, pero cambio de planes porque están rompiendo la calle frente a mi casa para instalar unos tubos de desagüe. Hacen un ruido insoportable. No puedo estar en esa casa mientras la máquina amarilla perfore la calle. No tolero tanto ruido.

Viajo a Buenos Aires. Lo hago para huir de las máquinas excavadoras de Miami.
Estando en Buenos Aires, mi chico se molesta porque no tengo apetencias sexuales de ninguna índole y me cuenta que ha recibido el mensaje de “Escritora Maldita” en su página de Facebook.

Le cuento que es verdad, que fui al concierto de Arjona con mi chica.
Se molesta porque no se lo conté.
Me molesto porque él no me contó el mensaje de “Escritora Maldita” cuando lo recibió y solo me lo contó cuando estaba irritado porque no teníamos sexo.
Le escribo a mi chica y le digo que no quiero verla más, que el mensaje que le escribió a mi chico en Facebook terminó con nuestra amistad.
Mi chica me escribe indignada, diciéndome que ella no escribió ese mensaje, que es incapaz de una bajeza semejante, que no tiene Facebook, que nunca tuvo animosidad contra mi chico, que es inocente de la acusación que le he enrostrado.
Le escribo diciéndole que solo ella podía saber los detalles que se cuentan en el mensaje.
Me escribe jurándome que no fue ella.
Le escribo diciéndole que le creo. Le digo que seguramente fue una amiga suya o un amigo suyo que no me quiere y que ve con hostilidad la relación que ella y yo tenemos (y que probablemente desea a mi chica y por eso me detesta a mí).
Mi chica me agradece por creerle y me dice que está segura de que no fue su mejor amiga, de quien yo le he dicho que sospecho (porque no me quiere y tal vez ama en secreto a mi chica).
Mi chico me dice que no quiere hablar más del tema.
Yo le digo que necesito salir a caminar. Son las tres de la mañana. Dejo mi billetera y mi pasaporte en mi escritorio y salgo a caminar. La noche está fría. Doy tres vueltas lentas a la plaza general Pueyrredón de Barrio Parque Aguirre, esquivando los mojones caninos.
Mi chica está obsesionada por saber quién escribió ese mensaje haciéndose pasar por ella, usurpando su nombre.
Yo le digo que se olvide del asunto, que nunca sabremos quién fue y que investigarlo sería dignificar a la persona que quiso hacernos daño (y en efecto nos lo hizo).

Estos son los hechos consumados.
Caben, si acaso, ciertas preguntas:
¿Hice bien en no contarle a mi chico que fui al concierto de Arjona con mi chica? ¿Hice bien en dejar a mis hijas con su madre para ir al concierto con mi chica? ¿Hizo bien mi chico en leer mis correos en Copenhague? ¿Hizo bien mi chica en decidir que iría al concierto de Arjona a cualquier precio? ¿Hizo bien mi chica en firmar el taxi al volver a Lima y cargarlo a mi cuenta? ¿Hizo bien mi ex esposa en preguntarme quién era esa chica que había cargado un viaje en taxi a nuestra cuenta? ¿Hice bien en decirle a mi ex esposa que esa chica era solo una amiga? ¿Hizo bien mi ex esposa en decirme que no había problemas y que ella pagaría el viaje en taxi de mi chica? ¿Hizo bien mi chico en suponer sin duda alguna que el mensaje que recibió de “Escritora Maldita” tenía que haber sido escrito por mi chica? ¿Hice bien en creerle y en decirle a mi chica que no quería verla más? ¿Hice bien en creerle luego a ella y decirle que la creía incapaz de haberme traicionado y escrito ese mensaje a mi chico?
No tengo respuesta a esas preguntas porque por fortuna no soy Dios ni ejerzo de juez. Quizá los lectores más severos puedan responderlas. Yo me limito a contar los hechos. Que otros sean quienes los juzguen (o nos juzguen).

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Lun. 12 oct '09Ella en mi cabeza
Autor: Jaime Bayly

Ella sabe que amo a mi chico.
Ella sabe que juego con una chica.
Ella sabe que juego con todas las chicas que puedo (que son pocas, porque ya no puedo jugar por culpa de las pastillas).
Ella sabe que soy adicto a las pastillas.
Ella sabe que las pastillas me están matando.
Ella sabe que es exactamente así como quiero morir (así, o envenenado por un obispo).
Ella sabe que me ha perdido, que no soy el que conoció, que mi vida se fue al carajo.
Ella sabe que esa tarde me van a operar (de nuevo).
Ella lo organiza todo: el chofer me lleva a la clínica, me cubre con mantas, enciende la estufa portátil.
Ella llega antes de la operación. Me besa en los labios. Me dice Gordi. Me mira como si el tiempo no hubiera pasado, como si fuésemos los amantes de antes.
No sabemos si el bulto que me van a extirpar es benigno o maligno. Le digo que nada que salga de mi pecho podría ser benigno. Ella se ríe. Suele reírse de mis bromas (incluso cuando no le hacen gracia).
Ella está allí, a mi lado, cuidándome, vigilando cada detalle, espantando a las enfermeras acosadoras.
Ella me acompaña hasta la sala de operaciones. No la dejan entrar. Nos despedimos. Me da un beso. Le recuerdo que el testamento lo tiene mi amigo, el abogado, el que será mi vicepresidente. Le recuerdo las cuentas que tengo escondidas por aquí y por allá (sobre todo, por allá). Le ruego que, si no despierto, organice unos funerales discretos, sin presencia de curas ni predicadores.
Ella está a mi lado cuando despierto. Ya no está a mi lado cuando despierto todas las mañanas (quiero decir, todas las tardes). Pero esa tarde, después de la operación, está a mi lado cuando despierto.
No le importa que ame a un chico y que juegue con una o varias chicas y ya no juegue con ella. Me quiere. Me quiere como si fuera su hijo. Yo la quiero como si fuera mi hija. No me queda claro si ella es mi madre o yo su padre o si ambas cosas son posibles a la vez.
Ella llama a la enfermera y le ordena que me pongan más morfina. Sabe lo mucho que me gusta la morfina. Sabe que no es improbable que en unos años termine asaltando hospitales públicos para robar morfina de madrugada.
Ella sabe que me han prohibido tomar mis pastillas de toda índole mientras duerma en la clínica. Sin embargo, me desliza furtivamente las pastillas. Sabe que me hacen mal. Sabe que me hacen mal y sin embargo me hacen feliz. Las tomo. Duermo o creo que duermo.
Ella jala el suero y la morfina para que yo pueda caminar al baño a orinar. Ella me ve orinar. No deja de asombrarme que de ese colgajo comatoso, decrépito, hayan salido dos vidas deslumbrantes, las hijas que ella me dio, las hijas que ella me dio contra mi expresa opinión, las hijas que ahora llegan a visitarme con un cuadro pintado por la mayor y con galletas de chocolate horneadas por la menor.
Ella y sus dos hijas, ella y mis dos hijas: tres mujeres de una belleza resplandeciente, sobrecogedora, que de pronto iluminan y alegran ese cuarto lóbrego. ¿Es la morfina o soy el hombre más afortunado de este hospital?
Ellas me besan, observan las vendas ensangrentadas que cubren la herida, me hacen bromas, comemos galletas, tomamos Coca-Cola (que le enfermera me ha prohibido) y de pronto anuncian que tienen que irse.
Ellas son así, siempre llevan prisa. Toman clases de francés, de pintura, de equitación. Son chicas muy atareadas y con muchas amigas. Sus celulares suenan sin cesar. Nada las detiene. Cada una se mueve a su aire. Nunca me piden permiso. Me informan. Me cuentan. Me notifican.
Ellas se van a seguir con sus vidas de adolescentes felices.
Antes de irse, la mayor me cuenta que sus vacaciones de verano las pasará en casa de una amiga en New Canaan, Connecticut.
Para no quedarse rezagada, la menor me cuenta que ha sido admitida a un internado en Lausanne, Suiza, por seis semanas.
Fantástico, les digo, y recuerdo con nostalgia cuando eran niñas y las vacaciones más divertidas eran las que pasaban conmigo haciendo nada.
Mis hijas se van porque tienen que irse, la vida las espera, promesas de placeres furtivos aguardan por ellas: yo soy una rémora, un saco de papas, un cuerpo corrompido, su padre sedado, manso y sonriente, gracias a la morfina.
Ella se queda, ella siempre se queda cuando más la necesito.
Ella me dice que se quedará a dormir en el sofá.
Le digo que necesito escapar, que necesito que me ayude a escapar, que debo tomar un avión para llegar a una feria del libro al sur del país.
Me mira y se da cuenta de que no estoy bromeando, ya me conoce y sabe cuando hablo en serio.
Ella llama a la enfermera, llama a los doctores, les exige que firmen mi permiso de salida, esconde morfina en mis bolsillos, me sienta en una silla de ruedas, empuja la silla de ruedas. De pronto ella es Kathy Bates y yo, Jeremy Irons. ¿Qué me haría sin una loca adorable como ella?
Ella me sube a su auto a las cuatro de la mañana. Las clínicas no son muy distintas de las cárceles, le digo. Siempre sales peor de lo que eras al entrar. Siempre sales con un orificio que te duele. Ella se ríe y maneja con notable torpeza (siempre manejó con notable torpeza, salvo cuando me maneja a mí).
Ella me lleva al hotel, me acuesta, me da las pastillas, me acaricia la frente mientras balbuceo las ideas del discurso que daré la noche siguiente en la feria del libro. Estás loco, me dice. Todos en este país estamos locos, le digo.
Ella sale del cuarto para que llame a mi chico y le diga que estoy bien, que todo salió bien, que ya me operaron y escapé del hospital.
Ella extiende tres frazadas en mis pies, me besa en los labios y me dice que se va a dormir.
Duerme en la otra cama, le digo.
No puedo, me dice. Las niñas me necesitan en la casa.
Claro, las niñas, anda con ellas.
Ella se va pero en realidad nunca se va, ella siempre está conmigo, me trae galletas y me cubre los pies y me consigue morfina y me ayuda a escapar del hospital.
Ella sabe que estoy loco y que no tengo cura y que la mejor versión de mí es la que conoció hace veinte años y que la peor versión de mí es la que aún está por conocer. Sabiendo todo eso como sin duda lo sabe, ella no está dispuesta a dejarme, ya entiende que no pudo curarme, reformarme o adecentarme y que ahora solo puede acompañarme en esa segura travesía al abismo.
Ella no me pregunta por mis erecciones o mis orgasmos o mis hijos probables o improbables. Yo no le pregunto por sus amantes o por las cosas que hace con otros varones o por los amigos que la esperan con impaciencia en tal o cual ciudad. Ella y yo nos amamos como se aman los enfermos, como se aman los locos, como se aman los que saben que ya no pueden separarse y que uno verá morir al otro y se ocupará de enterrarlo (y sin duda será ella quien me vea rendirme cuando no queden ya fuerzas para seguir librando esta batalla contra no sé quién, contra no sé quiénes, contra casi todos, menos ella, mis hijas, mi chico y alguna gente más que ya no recuerdo por la morfina).
El bulto era benigno. Menuda sorpresa. Si benigno era el bulto, benigno ha de ser el pecho que lo alojaba, mi pecho, mi pecho de murciélago, mi pecho de gaviota.
Es probable que hayan removido los últimos centímetros benignos que quedaban en mi organismo. Maligno es todo lo que queda. Maligno, malvado y malicioso.
Cuando despierto, ella está allí. Me ayuda a desvestirme, a quitarme las vendas, a retirar los parches adheridos a mi pecho, a ducharme, a jabonarme los testículos. No todos los hombres tienen a una mujer dispuesta a jabonarles los testículos. Uno de los doctores me ha dicho, palpándolos con curiosidad, que tengo los testículos más grandes que ha visto en su vida. También me ha dicho, mostrándome unas bolas de madera, que los peruanos tenemos los testículos más grandes del mundo, pero que los míos son más grandes que los de un peruano promedio. De lo que puede deducirse que soy un gran peruano o un gran huevón (más probablemente, lo segundo). En cualquier caso, ella me baña, me seca, me viste y me ve partir al aeropuerto.
Ella sabe que estoy loco y que no debería subirme a ese avión. Ella sabe que estoy desobedeciendo a los médicos y arriesgando mi salud. Ella sabe que mi vida consiste precisamente en arriesgar mi salud. Ella sabe que ese viaje, ese evento público, aquel discurso ante una multitud, esa infinita firma de libros legales y piratas son una manera de seguir arriesgando mi salud.
Ella sabe todo eso, lo sabe todo sobre mí. Pero tal vez no sabe esto: que cuando estoy solo la extraño más que al prozac, más que a la morfina. Y que cuando esté por morir el último beso quiero que sea el suyo, el suyo, el de mis hijas, el de mi chico, y finalmente el suyo.

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Lun. 08 feb '10Buscando primera dama
Autor: Jaime Bayly

Lo que no te mata te hace más fuerte, o eso es lo que dicen.
Como estoy acostumbrado a recibir golpes desde niño, creo que he desarrollado una cierta destreza para encajar los golpes sin perder la calma y una cierta aptitud para devolverlos con cinismo en el momento apropiado.

No quiero que esto suene amenazante ni bravucón, pero los que creen que despreciándome o injuriándome me van a derrotar fácilmente tal vez subestiman mi largo historial de combatiente precoz y superviviente de batallas encarnizadas.

Yo no peleo con las manos o los pies, no poseo coraje ni pericia para tales técnicas o artimañas de combate. Yo peleo con las palabras, las que digo y las que escribo. Las palabras son proyectiles de grueso calibre que, disparadas con puntería, son capaces de abrir orificios en los cuerpos de mis enemigos y dejarlos malheridos, exánimes.

No hablaré ahora de mis enemigos políticos, mi técnica es dejar que me subestimen y me ataquen y luego yo respondo, respondo siempre y con toda la ironía que habita en mí. Cuanto más me menosprecien y más fango me arrojen, peor parados quedarán esos pendencieros aficionados después de la refriega, ya verán. No saben que he peleado con bestias salvajes y he logrado doblegarlas y liquidarlas. Soy un viejo gladiador y un francotirador de pulso firme y entrenada paciencia.

Esta semana he recibido algunos golpes que vinieron del campo personal, de la zona de la intimidad, un ámbito que tal vez había descuidado porque me hallaba ocupado repeliendo a mis enemigos políticos, que no son pocos y tienden a multiplicarse, siguiendo las instrucciones de su jefe, La Ballena Asesina.

El primer golpe me lo arrojó caprichosamente un amigo en el bar de un hotel en Bogotá. Perdió la calma, dijo cosas destempladas, dejó la ensalada a medio comer y anunció que se volvía de inmediato a Buenos Aires porque no me soportaba más. Lo que yo no soportaba más era que me despertase a toda hora un perro ruidoso del edificio, y por eso me volví al hotel y dejé a mi amigo solo en el departamento. Mi amigo tomó tal mudanza como una humillación, cuando era sólo una medida desesperada para conseguir dormir sin las odiosas interrupciones caninas.

Para evitar que mi amigo devenido enemigo volviese a Buenos Aires con el rostro torcido por el despecho, invité a una de sus amigas a Bogotá y la alojé en el departamento del que yo había huido. Fue una decisión repentina y por lo visto eficaz, que consiguió calmar la histeria de mi amigo y posponer su partida. Acompañado de ella, se sintió menos desdeñado o abandonado y se dedicaron a comprar ropa o peor aún a pedir ropa prestada o regalada en tiendas de lujo.

El segundo golpe fue el más doloroso y pude habérmelo ahorrado de haber sido prudente. Pero la prudencia, ya se sabe, no es virtud que adorne mi conducta. Pensando en el programa de televisión del domingo en Lima, le pedí a mi ex esposa y madre de mis hijas que me diera una entrevista. El propósito era simple: que ella dijera que veía con simpatía mis ambiciones políticas y que, ante mis ruegos, accediera a ser mi primera dama, si fuera el caso de que llegase a ganar las elecciones. Pensé que una entrevista en esos términos cordiales no podía sino ser de beneficio para ambos, puesto que dejaríamos en evidencia que a pesar de habernos divorciado hace años seguíamos preservando la amistad y el respeto, y al mismo tiempo no me cabía duda de que la audiencia disfrutaría conociendo a la inescrutable mujer que me dio dos hijas y ahora confesaba que apoyaba mis emprendimientos políticos, al punto que, de ser el caso, se manifestaba dispuesta a ser mi primera dama.

Desde luego, yo no olvidaba que ella ya me había rechazado dos invitaciones al programa, ambas con ocasión del día de la madre, pero esta vez estaba seguro de que me acompañaría en la aventura y no tendría temor, reticencia o reparos en salir conmigo en televisión y presentarse como mi primera dama, una primera dama de la que, huelga decirlo, me sentiría muy orgulloso.

Sin embargo, y sin tomarse mucho tiempo para pensarlo, me dijo que no quería venir al programa porque le daba miedo y porque le parecía prematuro apoyar una candidatura como la mía, que era todavía una intención entusiasta pero no una realidad. Dejémoslo para más adelante, me dijo, pero yo sentí que más adelante sería nunca y que si bien en privado ella me animaba a entrar a batirme con los gladiadores políticos, no quería dar ninguna señal pública de que me acompañaba en la desigual batalla por el poder.

Bien, me dije, así están las cosas: tu mejor amigo no es capaz de entender que has vuelto al hotel para dormir bien y tu ex esposa no es capaz de hacer el pequeño esfuerzo de ir a la televisión a decir que se sentiría honrada de ser tu primera dama.

Duele, pero pasará, pensé. Improvisa, me dije. Si en algo eres bueno, es improvisando, esquivando golpes y devolviéndolos con una sonrisa mansa y beatífica que confunde al adversario más sañudo.

Ya con mi amigo veleidoso había improvisado sagazmente al traerle a su amiga con aires de diva desde Buenos Aires, una maniobra de distracción que evitó que la tensión escalase y los golpes nos hicieran sangrar.

Dolido y humillado por el desaire de mi ex esposa, improvisé una venganza que me parecía tan eficaz como divertida. Si ella no quería ser mi primera dama, me vería en la obligación de buscarme otra dama (una segunda dama, digamos, o una dama suplente) y presentarla en el programa.

Por eso le escribí un correo a Lucía preguntándole si estaba dispuesta a venir al programa y responder a mi invitación a ser mi primera dama en caso de llegar a la presidencia (se puede alegar con fundamento que a esas alturas estaba alucinando, pero resulta que no sé vivir sin echar a volar la fantasía y sin convencerme de que los sueños quijotescos son posibles si peleo por ellos con bravura).

Lucía, mi chica, mi amante furtiva, la mujer en la que pienso cuando me procuro ciertos placeres solitarios, me respondió que vendría encantada al programa y que diría que estaba dispuesta a votar por mí y que eso de ser mi primera dama se lo pensaría, pero que en principio le parecía un coñazo.
Le dije que la amaba porque era una loca suicida del carajo.
Me dijo que ella también se tocaba pensando en mí.

Estupendo, pensé. Será un programa memorable, divertido, y de paso me vengaré del desaire que me infligió mi ex esposa.

Mi fiel amiga y productora del programa me advirtió que la idea le parecía de alto peligro y consecuencias catastróficas, pero ignoré sus advertencias y le dije que, ante todo, debíamos recordar que nuestra misión era entretener al público los domingos, y presentar a mi amante en televisión no podía resultar siendo aburrido.

En vísperas de viajar a Lima a consumar ese acto vengativo y al mismo tiempo juguetón, cometí la imprudencia de irme de boca y contarle a mi amigo (mientras su amiga dormía sedada) que mi ex esposa había rechazado me invitación al programa (“me arrecha, me arrecha, me ha rechazado”) y que, en su ausencia, había tramado la maldad de invitar a Lucía, mi chica.

No sabría decir si mi amigo odia más a mi ex esposa o a Lucía. No podría medir la intensidad sísmica de su odio. Lo cierto es que las odia a ambas y las odia sin tregua y a una la llama loca y a la otra la llama arribista y trepadora. Debido a eso, me dijo que le parecía una bajeza y una traición que las hubiese invitado a ellas al programa y no a él, que era mi amigo íntimo hacía no sé cuantos años, creo que siete.

Pero tú no puedes ser mi primera dama porque no eres una dama, le dije, sorprendido.

Eres un homofóbico, me dijo él, iracundo. Muestras a tus mujeres, pero a mí me escondes porque te doy vergüenza, añadió, replegado en un mohín.
No te escondo, le dije. Si quieres ven una noche al programa y cuentas que eres mi amigo gay y mi amante ocasional. Pero no puedo pedirte que seas la primera dama del Perú porque se vería ridículo, grotesco.

Jódete en ese país de mierda, me espetó. Ojalá seas presidente para que seas muy infeliz, me dijo.

Consideré oportuno batirme en retirada y no contestar sus insidias.
De regreso en el hotel, leí algo que me había escrito Lucía: “Mi novela saldrá en abril y quiero salir calata en mi foto de la contraportada”.
Esta chica tiene condiciones para ser mi primera dama, pensé, y luego le escribí diciéndole que me encantaría hacerle las fotos desnuda. Para mi sorpresa, aceptó.

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Domingo, 07 de Febrero de 2010
Se trata de una jovencita escritora de 21 años

Jaime Bayly presenta a su nueva pareja

Ante una posible candidatura a la presidencia, Jaime Bayly decidió revelar su secreto más guardado y presentó a su pareja desde hace dos años atrás. Se trata de una jovencita de 21 años, quien es Escritora.

“Hace dos años tengo una chica en Lima. Quiero presentarla antes de que me gane algún programa. Quiero comentarles que primero invite a Sandra, la madre de mis hijas al programa y le pedí que fuera mi primera dama, pero como declinó, entonces tengo que escoger a otra primera dama y, en rigor la primera dama es la mujer con la que te vas a la cama”, explicó Jaime Bayly.
Y, antes de presentar a su joven pareja, se refirió a Diego Bertie. “Diego va a estar despechado y va a romper la televisión”, expresó.

Bayly empezó la entrevista, preguntándole a su pareja sobre su profesión y cómo se conocieron. “Mis padres querían que estudie en Alemania, pero yo me negué. Luego fui a la universidad a estudiar psicología y después de dos años la dejé. Fue en esa época que nos conocimos y te pedí consejos porque estaba muy perdida. Después de cuatro meses de no saber qué hacer, decidí escribir y ahora estoy por publicar mi primera novela”, refirió Silvia.

En otro momento, Jaime confesó que le pidió tener un hijo. “No puedo ahora, primero quiero publicar mi novela, terminar de escribir la segunda y después de eso podremos pensar en un hijo2, fue lo que le respondió su pareja.

Lo que si aclaró Silvia, fue que Jaime Bayly siempre mintió con el tema de la impotencia sexual. “Eso es mentira, cuando te veía en televisión decir eso, pensaba por qué miente. No he tenido mucha experiencia como para compararte pero, sí cumples mis expectativas como amante”, señaló.

Entre diversos anécdotas que contaron de su relación, como la ves en que Jaime casi va preso en Miami por haber acudido a un hotel con su pareja a quien confundieron con una menor de edad, Bayly aseguró que Rosita Chung predijo esa relación.

Cabe señalar que Jaime y Silvia confesaron que tienen planes a futuro, entre ellos el tener un hijo, pedido que el periodista añora que se lo conceda su pareja.


Terra Perú

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Silvia Núñez del Arco es la chica de Jaime Bayly
“El Francotirador” puso la mira en esta muchacha de 21 años que cursó estudios en el Casuarinas College


Conquistó al Francotirador. Silvia Núñez del Arco sostiene hace dos años una relación sentimental intermitente con el autor de Los últimos días de la prensa, según declararon ambos anoche.
Aunque el escritor y potencial candidato presidencial quiso mantener tan solo como Silvia a su nueva pareja que presentó anoche en “El Francotirador”, elcomercio.pe confirmó que la joven se llama Silvia Núñez del Arco Vidal.

La muchacha a la que Bayly ha propuesto ser su primera dama nació en San Isidro, el 8 de noviembre de 1988, y es hija de José Fernando Núñez del Arco y de Silvia Adriana Vidal, según los datos inscritos por Silvia en RENIEC.

Por otro lado, fuentes consultadas por elcomercio.pe confirmaron que Silvia trabajó por algunas semanas en la librería Crisol del Óvalo Gutiérrez.

La ex estudiante de psicología de la Universidad de Lima registra su domicilio en Miraflores. Sin embargo, otras fuentes consultadas nos informaron que estudió en el Casuarinas College.

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